Se llama Lenín.
—Es con tilde al final —dice Yaniris, su mujer— es que ahora que soy la maestra de mis hijos, he recordado las lecciones del colegio. Hice hasta séptimo de bachillerato. Eso sí, con los maestros de antes, de los viejos, con esos una aprendía bastante.
Queda claro que es Lenín. Sin embargo, los vecinos cercanos a su rancho insisten que tiene nombre de revolucionario por Vladimir Ilyich Lenin, líder de la Revolución de Octubre de 1917.
—Lenin es sin tilde, con acento en la primera sílaba —explica Yaniris— él no les dice nada, me toca hasta defenderlo.
Su mujer cuenta que es tan hogareño que los amigos lo molestan porque no sale del rancho, ni baja al pueblo a tomarse así sea media cerveza.
Lenín es callado. Suelta las palabras necesarias cuando lo cree oportuno o simplemente cuando se le pregunta de forma directa. Sus frases no alcanzan las ocho palabras. Pareciera que la revolución de Lenín es su propio silencio.
— ¿Cuándo vas a recoger el ñame que sembraste, Lenín? —le pregunto.
—Hoy… Una parte
— ¿Y está muy lejos o muy cerca ese cultivo?
—Pa’ arriba.
— ¿Y cómo ha sido el trabajo en esa tierra?
—Bueno.
— ¿Habrá buena cosecha entonces?
—Clarooo.
Cierra, alargando la última sílaba y baja su voz como invitando a una pausa.
Hace varios años, Lenín abandonó el campo y se fue para Sincelejo, con la idea de que la vida en la ciudad podría traerle un mejor futuro. Dejó el machete y empuñó el palaustre. Se dedicó a la albañilería.
—Lenín ¿Y cómo te iba con ese trabajo?
—Bien, no me quejo —dice Lenín y le cuento por primera vez cuatro palabras.
Lenín se ganaba treinta mil pesos en una jornada que iba desde las siete de la mañana a cinco y treinta de la tarde. Su mujer le empacaba el almuerzo en un recipiente plástico y así se ahorraba la plata del almuerzo que costaba entre cinco mil y siete mil pesos.
En marzo de 2020, cuando el Gobierno decretó el confinamiento, Lenín se quedó sin recursos. Su mujer, además de las labores domésticas, asumió el rol de maestra para ayudar a sus cuatro hijos a llenar unas guías de trabajo que ella misma iba a buscar a los colegios. Unas hojas fotocopiadas que debían completar en casa.
La situación para Lenín se tornó compleja. El dinero escaseaba. La plata para la comida cada vez era más difícil de conseguir. Agobiado, llamó a su papá. Su papá le dijo: “Véngase para el campo, acá paramos entre todos un rancho, se pone a cultivar y echamos todos pa’ lante”.
Lenín le hizo caso a su padre. A mediados de mayo regresó al campo. Enseguida levantó el rancho en lo alto de una loma que escogió Yaniris. Un mirador desde donde se ven los bajos de la finca La Europa; cuando oscurece, el resplandor de las luces de Sincelejo y las torres iluminadas de la iglesia de Ovejas.
El rancho tiene techo de palma y paredes de bahareque. Un cuarto grande en el que Lenín y Yaniris duermen con sus cuatro hijos. El cuarto tiene piso de arena. Todo está limpio y ordenado. Afuera hay una cocina amplia con mesa de varas de uvito y un fogón alto sobre un mesón de bahareque.
A comienzos de junio de 2020, Lenín se dedicó a sembrar ñame en compañía de su papá y el domingo 7 de 2021 recogieron los dos primeros sacos de una cosecha que está llena de ilusiones, pensamientos y contrariedades.
Rafa es el papá de Lenín, a diferencia de su hijo, habla con una elocuencia serena. Hace las pausas necesarias para que uno reflexione lo que dice. Luego propone una nueva premisa con la misma profundidad y elegancia de la anterior. Tiene 74 años. Se levanta a las cuatro y media de la mañana a limpiar con machete los cultivos de yuca y ají que tiene en un llano, a un costado de la ladera donde sembró un cuarterón de ñame con su hijo Lenín.
A Rafa solo hay que insinuarle un tema. Luego lo desarrolla con unos puntos apartes como si fuera editando un texto párrafo a párrafo. Tiene unas gafas de seguridad. Usa el tapabocas ante la llegada del extraño y me dice que es por su seguridad, que él está sano, pero el que viene de la ciudad, no sé sabe.
—Ajá maestro Rafa, y cómo está el cultivo de ñame —le digo.
—Bueno, lo verá usted con sus propios ojos. Así que no me adelanto en esos procederes. Vamos ahora para arriba. Hay que coger el borde de la loma, ir bajando con cuidado, ahí está el camino demarcado que hemos hecho nosotros de tanto bajar y subir. Eso sí hay que tener buenas piernas ¿Me entiende usted?
—Claro que lo entiendo.
—Póngale entonces cuidao. Ese cultivo de ñame salió bueno, hubo buena lluvia, buen producto. Está allá arriba, enterrao en la montaña, no se daña, puede quedarse ahí varios meses, pero dígame usted, uno ahora con qué fuerza saca ese ñame para la venta, porque le digo algo, sembramos 4 mil matas de ñame diamante.
—Y entonces…
—Eso es, y entonces qué sigue. Escúcheme con atención, uno aquí compró el saco se semilla, que es el mismo ñame, para que retoñe, a cien mil pesos el bulto. Ahora uno va a vender ese ñame y el mismo bulto se lo quieren comprar a 30 mil ¿Explíqueme eso? Entonces aquí tenemos que pensar si ese ñame lo vendemos como semilla o lo cogemos para sembrar más, hasta tener unas 10 mil matas y ahí sí vemos cómo lo sacamos para el mercado de Sincelejo o para Cartagena. Uno necesita una fuerza, para hacer eso.
En la región, cuando se habla de “Necesitar una fuerza” es tener dinero. Algo que escasea en medio de la abundancia de ñame. Todo es una paradoja que Rafael trata de explicarme desde sus propios cuestionamientos.
—Porque, diga usted ¿Acaso el Gobierno va a venir con algún proyecto, si la mayoría de las veces trae proyectos de agricultura y luego nos abandona, así cuándo uno va a coger fuerza para hacer un cultivo que uno diga que es un cultivo de respeto.
— ¿Y qué es un cultivo de respeto?, maestro Rafa.
—Ombe, un cultivo de respeto, diga usted, una hectárea, pero esto que tenemos aquí, lo hicimos con la fuerza que teníamos, y con esa vaina del covid, sacamos un cultivo de comida buena. Ese ñame diamante es como un pan, blanquito. Usted primero pone a hervir el agua, y luego es que echa los trozos de ñame, y eso en 10 minutos de candela viva, ya está listo. Eso usted se lo come solo, es un alimento agradecido.
Caminamos hasta el cultivo de ñame. Subimos una ladera y bajamos otra. Llegamos a una especie de valle en el que hay mango y nísperos, unas cuantas matas de café, cultivos de ají dulce y yuca. Lenín me señala con la mano el lugar donde están sembradas las 4 mil semillas y dice “De aquí hasta arriba”. Al tiempo que clava una vara al pie de la loma. La siembra está sobre la ladera empinada que podría alcanzar los 60 metros.
Lenín comienza a escarbar la tierra con una vara y va extrayendo ñames diamantes de diferentes tamaños. En una media hora, llena dos sacos de polyester de color amarillo sin salir del pie de la montaña. En unos 25 metros cuadrado, Lenín recoge 60 kilos de ñame.
Volvemos con los dos sacos de ñame al racho. Lenín los descarga en un lugar seco cerca de la cocina. No dice una sola palabra y su mujer lo recibe con un poco de agua fresca servida en una totuma.
Yaniris es también de verbo ágil y sonrisa generosa. Dice que está contenta con la primera recogida de ñame, porque siente que el cultivo será bueno y habrá ñame para comer. Me dice que hace unos días atrás estuvo en Sincelejo buscando las fichas de trabajo de sus cuatro hijos que están matriculados en un colegio en Sincelejo y le toca ir hasta allá a buscar las guías.
—Yaniris, ¿cómo ha sido esta época con los niños en casa?
—Fíjese que como notros vivíamos en Sincelejo y nos cogió la pandemia esa que nos puso a pasar trabajo, no tuvimos que venir para acá. Mis hijos siguieron estudiando, virtual, dicen, pero eso no es virtual ni na, a uno le toca ir a buscar las fichas a Sincelejo, y a mí me ha tocado convertirme en maestra de mis cuatro hijos, tres varones y una hembra.
— ¿Cómo te va con eso?
—Bueno, a mí me ha tocado recordar lo que yo veía cuando estaba estudiando, porque aquí no tengo libros para buscar, a veces cuando tengo plata que pongo dos mil pesos de internet y así se pueden mandar las guías de trabajo.
— ¿Y de dónde sale la plata?
—Lenín a veces le sale una carrera de moto para Ovejas y cobra tres mil pesos, y él enseguida me los da.
— ¿Y entonces eso lo pones en internet?
—Eso depende.
— ¿Depende de qué?
—Si hay plata para la comida, porque si pongo internet entonces no comemos y si no pongo internet entonces los niños se atrasan, entonces así es como vamos. La semana pasada no pudimos adelantar. En este rancho no hay luz, a veces me demoro tres días en cargar el celular, Lenín lo lleva al pueblo y lo trae cargado, se fija usted cómo es el asunto.
Grace Patricia es la menor, tiene 10 años. Hace quinto de primaria. Dice que su clase preferida es el inglés, pero su mamá, ahora su maestra, se queja porque no puede enseñarle nada a su hija.
—Eso a mí me queda muy trabajoso, para eso se necesita buena preparación. Grace Patricia cuenta hasta 10 en inglés, y pronuncia los saludos del día, pero nada más… y si uno no sabe ni qué dicen esas palabras, entonces cómo le ayuda. Cuando hay internet busco en mi teléfono y le ayudo, pero es que son cuatro alumnos que tengo. Mientras tanto las profesoras en su casa, tranquilitas.
— ¿Y entonces qué piensas?
—Que a nosotras nos deberían pagar así sea la mitad de lo que vale un jornal, que nos paguen siquiera 15.000 pesos al día, de ahí uno tiene para su internet y le queda algo. Cuando tengo plata, lo primero es asegurar la comida, porque uno no come internet, eso debería ponerlo el Gobierno para que los niños estudien con juicio, porque el colegio virtual, eso no existe, eso lo que le ha traído es más trabajo a uno como mamá, soy profesora sin sueldo, y nadie me ayuda.
Las peticiones de Yaniris son sensatas. Reconoce que ha pasado mucho tiempo y que el atraso en los aprendizajes de sus hijos aumenta, porque a veces ella no puede ir a buscar las guías a Sincelejo, ni enviarlas, no tiene internet o la batería de su teléfono está en cero.
Lenín se levanta. Va hacia la cocina. Hay un gallo merodeando los ñames. Levanta el gallo con una sola mano a la altura de su hombro y sonríe como si quisiera pedirme algo. Le tomo una fotografía y se la muestro en el visor de la cámara. Sonríe.
— ¿Y en papel? —Me pregunta, le cuento tres palabras.
Le explico que para tener la foto del gallo en papel debo imprimirla en Cartagena.
Prometo traérsela en una próxima visita, y le digo que quizá me demore en regresar. Lenín se dirige al gallo de plumas blancas que sostiene con una mano, le habla muy cerca al pico.
—En estos momentos, compadre, hay que saber esperar —dice Lenín, y por primera vez le cuento ocho palabras.
Es una máxima que repito como si se tratara de una sentencia olvidada.
En el rancho todos esperan. Yaniris espera que le paguen por ser la maestra de sus cuatro hijos. Rafa espera tener un mejor precio en el bulto de ñame. Grace Patricia espera tener algún día un profesor de inglés que le enseñe más que los saludos y los números del uno al diez y Lenín espera en silencio, una foto en papel con su gallo de plumas blancas.