El desprecio a la ley y a las instituciones viene creciendo de manera incontenible. Los homicidios, los delitos contra la propiedad y contra el patrimonio público están desbordados. A pesar de las buenas intenciones nada eficaz se ha hecho contra la corrupción galopante. En su propósito criminal algunas organizaciones delincuenciales como el Clan del Golfo y el ELN aplican estrategias siniestras. Es el caso del “plan pistola”, el cual consiste en asesinar policías inermes bajo la premisa de que al hacerlo se ataca también la legalidad.
Pero no son solo los hampones los que se resisten al imperio de la Ley. La evidencia indica que en la misma onda están entrando miles, acaso millones de colombianos. Son los estudiantes, los indígenas, las comunidades rurales, los jubilados, los sindicatos y los ciudadanos del común a quienes la leyes de la República y entre ellas el nuevo Código de Policía, les vale huevo.
En resumidas cuentas hemos ido perdiendo esa amalgame esencial, esa entente primigenia, que es el sometimiento a la Ley. Sin aquel acuerdo solo queda el camino de la confrontación sin límites, la lucha de clases, la destrucción de nuestro proyecto nacional.
Si fuéramos una teocracia no enfrentaríamos estos avatares. Para el pueblo judío por ejemplo, la Ley era sacrosanta. La Torá era norma que abarcaba el ámbito religioso como también el civil y sobre ella existía consenso total. Su conveniencia se daba por descontada porque en la cosmovisión de aquel pueblo venía del Ser Supremo. Sobre el particular afirma José Antonio Pagola “Nadie la discutía. Nadie la consideraba una carga pesada, sino un regalo que les ayudaba a vivir una vida digna… La Torá lo impregnaba todo. Era el signo de identidad de Israel. Lo que distinguía a los judíos de los demás pueblos”.
Por contraste en una concepción democrática del Estado la supremacía de la Ley y de las instituciones se establece de manera diferente. Es su capacidad de perfilar consensos entre la población lo que cuenta. La ley debe reflejar los propósitos generales; debe estar conectada con las necesidades y las situaciones reales experimentadas por la población: debe ser capaz de solucionar y prevenir; su trámite debe ser ajeno a todo interés particular; su expedición debe acompañarse de procesos pedagógicos capaces de incidir en la conducta de la gente.
Cuando se consideran muchas de las leyes que nos rigen queda claro que los enunciados anteriores no han tenido cumplimiento. Siendo las cosas así se concluye que buena parte de nuestro entramado legal y de nuestra instituciones públicas requieren reconstituirse. El síntoma más reciente de esta necesidad es lo acontecido con el Código de Policía y las empanadas.
Qué puede decirse de un Estado que ha sido indiferente frente a la falta de oportunidades laborales de millones de pobladores y los deja aprisionados en la informalidad, en la economía del rebusque, el sálvese quien pueda. Pero no contento con lo anterior ese Estado persigue y multa a aquellos emprendedores y a su clientela por intercambiar bienes o servicios en el espacio público; se niega el uso gratuito de unos pocos metros cuadrados, el ínfimo apoyo que a falta de cualquier otro cabría esperar.
Se dirá que en lo relacionado con estos asuntos tenemos un Código de Policía lunático, en contravía de las necesidades de nuestra sociedad. Los verdaderos chalados, sin embargo, son los congresistas que lo aprobaron y el gobierno de turno que lo redactó. Hablo de congresistas y funcionarios a quienes no les dio la gana registrar que el cincuenta por ciento de la población ocupada en Colombia trabaja por cuenta propia y miles de ellos necesitan como herramienta principal el acceso a esa casa común que es el espacio público.
En el Código de Policía no hay esfuerzo alguno
por consensuar y armonizar,
que se frieguen los que encuentran sustento en vender una humilde empanada
El alcalde de Cali, Maurice Armitage, ha sido contundente en su determinación de no acosar a los vendedores ambulantes. Tiene claro que la venta de una empanada o de un chontaduro es la expresión del derecho a la vida para quienes no tienen otro modo de subsistir. Sobre el particular Armitage ha salido con declaraciones inequívocas: “Desde el día en que llegué a la Alcaldía desaparecí el lobo, que era el que los perseguía y les quitaba las cosas. El lobo en esta alcaldía ha estado enjaulado. Mucho menos ahora los voy a perseguir”.
Ahora bien, una de las cualidades importantes de las buenas leyes es la de ser capaces de conciliar los distintos derechos y expectativas. En el caso particular del espacio público es preciso considerar los requerimientos de los otros habitantes en materia de desplazamientos, recreación, paisajismo.
El problema del Código de Policía con relación al uso del espacio es su reduccionismo. No hay en él esfuerzo alguno por consensuar y armonizar, que se frieguen los que encuentran sustento en vender una humilde empanada o aquellos cuya condición económica los lleva a buscar alimentos a precios de oportunidad.
Y en medio de todo está la Policía Nacional obligada a aplicar una norma sin sentido so pena de incurrir en incumplimiento del deber. No quisiera estar en los pantalones del general Óscar Atehortúa, su director. Mientras tanto en el Congreso no se mueven, los padres de la patria no caen en cuenta que la reforma del Código es un asunto vital para la mitad de los colombianos y debería acometerse ya.