La tarea parecía sencilla pero no lo era. Para el siguiente martes, en la tarde luego del recreo de mediodía, debíamos declamar una poesía cualquiera -de memoria- en frente de toda la clase. Aunque éramos niños, cursando el cuarto año de primaria, ya empezábamos a desarrollar ese inquietante sentido del ridículo y de la vergüenza social; lo que dotaba de mayor dificultad a la actividad. Ya en la casa, acudí a ese oráculo -flexible y considerado- que siempre ha sido mi madre, quien tuvo a bien que revisáramos algunos libros viejos de mi abuelo; un lector aficionado y entusiasta. Luego de descartar varias opciones, por indescifrables y aburridas, encontramos la mejor alternativa en un pequeño y breve volumen de cuero café grisáceo y páginas amarillas; que acompañaba cada texto con divertidas ilustraciones. El título de la poesía escogida se quedaría clavado en mi memoria para siempre. “El Gusanillo de la Conciencia” relataba en versos cortos la tragedia de un joven niño que le mentía a su mamá y que era acosado tiernamente por un gusano alojado en su mente. Tanto afanaría el pequeño insecto al atribulado mentiroso que este terminaría por confesar su delito a su comprensiva madre, quien, por supuesto, lo perdonaría. Así recuerdo el primer despuntar moral de mi vida. Por años y ante cada dilema que se iba presentando, la imagen de la antigua ilustración del gusano en la mente del niño me auxiliaría a la hora de decidir el camino correcto. El más largo.
Ya en bachillerato, y con las primeras hormonas adolescentes floreciendo, la poesía volvería a ocurrir en mi cotidianidad, (así es, la poesía ocurre). En la clase de Español y Literatura, del segundo trimestre de octavo grado, el programa asignaba un lugar especial al célebre siglo de oro español y sus poetas. Jaime el profesor, un personaje de voz chillona y maneras anticuadas, tomaría un par de sesiones eternas para declamar poesías que resultaron ser un efectivo somnífero. De nuevo, y bajo el yugo de la calificación, debíamos aprender unas estrofas asignadas previamente y declamarlas ante el curso. La vergüenza ya no era el problema como en la primaria, por supuesto; vivíamos los días del desenfado y la rebeldía: todo causaba un cansancio infinito. El mayor obstáculo era la pereza. Ni siquiera recuerdo el texto, solo sé que conocí un universo de palabras caducas que no tenían -ni tuvieron- algún significado para mí. Por años, la palabra poesía se convertiría en un lugar escabroso y aburrido. Por años, dejé de visitarla o incluso de considerar su existencia. (Pido excusas a mi colega Juan David Zuloaga quien sin duda no perdonará esto que acabo de escribir)
Siendo un estudiante de derecho con más apetito que disciplina, e influenciado por un buen amigo que hoy en día es escritor, descubrí de nuevo el placer de leer y merodear la poesía. Ese manojo de años, que fueron mis días en la universidad, encontrarían solaz y sentido cuando supe de dos autores maravillosos: Walt Withman y Rabindranath Tagore. Dos viejos, de largas y profusas barbas blancas, que con la exuberancia, inteligencia y serenidad de sus versos, abrazaron mis viajes en bus, de ida y vuelta a la universidad, y me permitieron contemplar el mundo en su infinita belleza y sabiduría. Esa actitud de asombro ante el espectáculo -de lo llano y lo monumental- de la naturaleza aún me acompaña.
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Withman y Tagore, dos viejos, de largas y profusas barbas blancas, con la exuberancia, inteligencia y serenidad de sus versos, abrazaron mis viajes en bus
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Llegado ese momento de angustia en la que un adulto reconoce que dejar de participar -en el sentido de hacerse parte- es una opción, también fue la poesía la que me hizo recuperar cierta orientación. La belleza de los versos también puede comprender una fuerza desoladora que destruye. Y así lo supe con la lectura fanática de Raúl Gómez Jattin. Con el autor sinuano, supe del dolor universal del hombre que se dedica a amar sin prudencia o cordura ante la imposibilidad de ser comprendido por los otros. De hecho, un poema del deteriorado pero genial poeta me cambiaría la vida para siempre: “Tres en Una”. Y sobre todo los versos más bellos que he leído en mi vida: Catalina vale un millón de besos en poemas// Catalina es un corazón de viento// y el viento quisiera serlo yo.
Hace poco, y en esa delicada y definitiva labor que conlleva escoger canciones de cuna, me topé de nuevo con ese maravilloso disco de Joan Manuel Serrat en el que celebra la obra del poeta Miguel Hernández. Años atrás, había cantado y cantado las letras del hermoso homenaje que el autor le había hecho a su gran amigo Ramón Sijés, pero no había reparado en la inmensidad de las palabras de Hernández. De inmediato, compré dos libros: una antología de su obra poética y una recopilación de poemas de amor. Apenas empiezo a conocerlo mejor. No obstante, el pastor poeta ahora acompañará los teteros del comienzo de todas las noches. Los primeros libros, de la primera biblioteca, han encontrado su lugar.
La llama de la poesía, el gusano, las palabras caducas, el sosiego y las cenizas, me han acompañado como la sombra de un magnolio: el árbol de mi niñez; como una aspirina ante los malestares del existir; como una forma indescriptible de amor y locura; como una fábula para cantar ante la más irrefutable de las lecciones: la permanente gratitud hacia la vida.