Empecé el domingo horneando dos tortas para el cumpleaños de una amiga cuyo tema era “una lechonada” (la del estadio). Mi propósito era tener un intervalo entre el horno y la lechona, protagonizado por la marcha gay. Pero este último plan se vio nublado por la lluvia imparable y mi camino se desvió con la llamada de un amigo… De esos amigos que siempre que llaman, alegran. Así que cogí camino a un restaurante, cuyo nombre no me era familiar, pero por la ubicación, llamó mi atención de inmediato.
Gracias a la súper aplicación WAZE, la llegada al restaurante fue sencilla. Y ahí, en plena Macarena, estaba “La Monferrina”. Desde la entrada, me enamoré. El piso del pasillo estaba engrasado pues justo ahí está la cocina totalmente abierta… Aunque debería corregir y decir la “mini cocina”, no sólo por la cantidad mínima de fogones sino por el casi mínimo espacio que tenían los artistas para emplatar.
Subí las escaleras donde hay más o menos unas 6 mesas. Ahí estaba mi amigo, con una botella de vino tinto a la mitad y con la mejor compañía de todas: su papá.
Me ofrecieron un vino y acepté encantada. Mi pretensión era tomarme el vino e ir a la lechonada, pero como mi paladar es insaciable, pedí por recomendación de mis anfitriones un carpaccio de lomo (plato que siempre pido en cualquier restaurante italiano). Podrán imaginar que no solo me tomé un vino… porque además de que estaba delicioso, la compañía era inmejorable y el lugar cautivador. Sin más razones, me vino a la memoria, una escena emblemática de la película “El Hada Ignorante” donde se reúne un grupo diverso (en todo el sentido de la palabra), alrededor de la fiesta de la buena mesa.
Mientras llegaba mi carpaccio, trajeron a la mesa una mezcla de aceitunas aliñadas artesanalmente, que además de estar en su punto, me abrieron aún más el apetito.
Ya casi al final de la primera botella, llegó un pequeño plato blanco, con una espesa mezcla de aceite de oliva y parmesano, en el fondo. Encima descansaba un cilindro de casi 9 cm de alto hecho de una sola tira de carne, adornado con unas hojas de rúgula verdes y apetitosas. ¡Por supuesto era mi carpaccio!
Extraño en mí, de principio a fin no pronuncié ni una palabra… Solo hice gestos con las manos que indicaban que la sugerencia había sido perfecta.
A la mesa llegaron otros platos: un pincho de calamares al ajillo, unos gnocchi de papa en salsa marinera y unos spaghetti en salsa carbonara con la sorpresa del chef (una yema de huevo en el centro del plato). No soy “girl vs food”, pero terminé probando todos los platos y sin duda para mi próxima vez, sin dudarlo, repetiré la entrada, y para el segundo plato ordenaré los gnocchi. Podrá ser otra vez con dos botellas de vino o tal vez solo con un par de copas, lo cierto es que este lugar que no estaba entre mis planes, protagoniza mi columna, porque resultó una auténtica “delicia de delicias”. Ni siquiera los estruendosos gritos de los niños malcriados de la mesa de al lado, lograron distraer la felicidad que me produjo estar en ese lugar.
También le atribuyo mi enamoramiento a mis compañeros de mesa, que entre humor negro y miradas cálidas, hicieron de mi tarde un increíble comienzo para lo que aún me esperaba: una lechona con doble porción de cuero y cerveza venteada.
Es un lugar maravilloso, en el que la calidez, la atención y por supuesto la comida, son protagonistas. Y así empecé a ser víctima de esa sensación cuando no te quieres ir del lugar donde estás, pero a la vez quieres ir al lugar donde aún no has llegado… Pedimos café, aromáticas y la cuenta… ¿Servicio incluido? ¡Por supuesto!
Al bajar, les recomiendo, tener cuidado, si como yo llevan más de 6 copas de vino tinto en la cabeza. Y también, les sugiero, como lo hice yo, despedirse con una gran sonrisa de los que hicieron que su estadía fuera una experiencia gastronómica inolvidable.
La Monferrina, se lleva mis aplausos y mi 10 sobre 10. Gracias públicamente a quien me llevó a conocerlo y a todos los que me leen, ¡no dejen de pasarse!
Luego de un almuerzo como estos, lo que más quería era entregarme al “dolce far niente” , ese “placer de no hacer nada”… Pero, a unas cuadras estaba una lechona, esperando ser devorada.
La Monferrina
Cra. 4A # 26-29