En el complejo escenario geopolítico de América Latina, a menudo la prudencia es la opción más sabia, especialmente cuando hay mucho en juego. En el pasado, se creyó erróneamente que la intervención directa y la exacerbación de tensiones podrían derrocar a gobiernos autoritarios. Sin embargo, la historia ha demostrado que estas acciones no solo fracasaron, sino que también trajeron más pobreza, crimen y desolación, particularmente para las comunidades fronterizas.
Colombia, con más de dos mil kilómetros de frontera compartida con Venezuela, debe ser estratégica en su manejo de relaciones con su vecino. Actualmente, la frontera está abierta y permite un flujo regular de personas y bienes, una situación muy distinta a la de años anteriores cuando las fronteras cerradas favorecían a bandas de traficantes. La apertura de fronteras ha permitido un resurgimiento del comercio bilateral, que aunque no ha alcanzado los niveles de 2013, cuando las exportaciones alcanzaron 2.255 millones de dólares, ha visto un aumento significativo con 673 millones de dólares en 2023, según el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo de Colombia.
Este contexto muestra claramente que la presión internacional rara vez derroca gobiernos, incluso las sanciones de Estados Unidos, que recientemente ha mostrado un mayor interés en los negocios petroleros en Venezuela. En octubre del año pasado, el gobierno estadounidense concedió un levantamiento temporal de sanciones para el petróleo, gas y oro, reflejando un enfoque pragmático hacia la situación venezolana.
En última instancia, el cambio de régimen solo puede venir de dentro, ya sea a través de las urnas o, menos deseablemente, mediante la intervención militar. La historia nos advierte, como en el caso de Haití, que esta última opción a menudo empeora la situación. Por ello, la estrategia de Colombia debe ser una de cuidadosa observación y prudente actuación, enfocándose en los intereses nacionales y el bienestar de sus ciudadanos.