El acceso a la política como candidato presidencial estuvo precedida de una gran expectativa. Muchas personalidades le imploraban que prestara su nombre para una candidatura independiente, una candidatura por fuera de los partidos tradicionales. Otros igualmente le rogaban desde de decadencia partidista del liberalismo que fuera su candidato. Desde la Coalición de la Esperanza, inútilmente, lo reclamaban como suyo. Gaviria no cedía ante los halagos y seguía fiel a su loable labor académica.
La expectativa creada (imagino ideada por sus asesores) quizás respondía a una vieja estrategia de precampaña electoral, que consiste normalmente en hacerse rogar, prolongar un buen tiempo ese ruego, para finalmente aceptar ser candidato, producir el efecto deseado y con eso aumentar la popularidad. Gaviria, en ese entonces rector de la Universidad de los Andes, un destacado académico, con una inteligencia innegable, un tecnócrata neoliberal, aparecía como una opción novedosa y bien intencionada. Llegué a pensar que sería un candidato que acumularía muchas fuerzas a su alrededor, un candidato decente, que iría en contra de la confrontabilidad, la eterna controversia, la inútil polémica y la permanente polarización. Un candidato de centro que para ciertos sectores evitaría el acceso al poder a uno de los dos extremos de la política colombiana.
Por muchos años fui lector de sus columnas de opinión en el periódico El Espectador, un diario que aún conserva algo de objetividad. Sus columnas de opinión siempre muy centradas, pero también con un tinte neoliberal, que dejaba ver su simpatía por la reducción del tamaño del Estado y el papel preponderante del mercado en la economía.
Al entrar Gaviria a la contienda política, su inexperiencia en estas lides se hizo manifiesta, con un hecho que igual a un pesado bulto tras su espalda lo acompañara permanentemente en campaña: su defensa al nombramiento de Carrasquilla. Parece que Gaviria no se ha percatado de que nada en una piscina infestada de pirañas, que ante cualquier desliz se lo comen vivo, lo devoran como las hienas se comen a sus presas, acorralándolas en manada para luego destrozarlas en vivo y en directo. A las hienas hasta los inderrotables leones les huyen despavoridos.
Apoyar el nombramiento de Alberto Carrasquilla fue el desafortunado debut. No contento con esa metida de pata, la justificó argumentando, inocentemente, que había dormido mal. Igual al inoportuno avistamiento de ballenas de Fajardo, Gaviria carga el fardo de la inexperiencia, en una contienda donde los factores emocionales priman sobre los racionales. Esa fenomenal "metida de pata" no se la han perdonado ni se la perdonarán; pensar darle la vuelta es muy difícil porque quedó impregnada en el imaginario colectivo, que lo etiquetará como uno más de lo que precisamente se quiere combatir. Es algo injusto con él, pero la leonera es así.
Ahora Alejandro Gaviria, cándidamente, hace todo lo contrario: en este momento, cuando debe salir a contraatacar, se le nota dubitativo, sin perrenque y amilanado. Así como los arúspices, sacerdotes romanos que al analizar las entrañas de los animales sacrificados ven en ellas el futuro; los arúspices de la política local ven en él un futuro no promisorio en esta acalorada y difícil campaña que se le viene encima.
Es difícil que Alejandro Gaviria remonte. Para un académico como él, metido en política, o como Antanas Mockus, y al mismo Sergio Fajardo, se les dificulta decir mentiras. Un ejemplo de lo anterior fue Carlos Gaviria Díaz, ese extraordinario ser humano, que representaba la decencia en la política. A los académicos, llenos de humanidad y trasparencia, les es difícil lidear con esta leonera donde cualquier involuntario desliz les es utilizado inmisericordemente en su contra. Lo que sí se le puede reclamar a Alejandro Gaviria es un poquito más de perrenque, entendido como más verraquera; su voz no ayuda, habla muy pasito, muy suave, no es enérgico y detrás de esas gafitas de estudiante nerdo se le ve algo asustado. El perrenque que tiene Gustavo Petro, e incluso don Rodolfo Hernández, lastimosamente él no lo tiene. Nadie le reclama que diga mentiras, por el contrario, se debería valorar su decencia, su honestidad y su sensatez.
En este medio político, la demasiada decencia, que es lo ideal, inexplicablemente no funciona, y menos electoralmente hablando. Lo vemos en candidatos excelentes como Humberto de la Calle Lombana, que no es valorado lo suficiente por un emocional electorado que envían a votar "enverracados" y manipulados por medios de comunicación y las encuestas segadas, y si eso no les es suficiente.... entonces allí estará presente el tradicional recurso del fraude.
Ahora bien, el único candidato que está interpretando el sentir del pueblo, que está hablando claro y representa en la actuales circunstancias un cambio, considero yo, es Gustavo Petro. Los demás son más de lo mismo.