Por las calendas de enero en las sabanas del Caribe -y su epicentro Sincelejo- se hurga ritualmente entre lo que se mantienen en pie y entre los escombros, en búsqueda de una supuesta identidad cultural perdida o en su persecución a manera de utopía. Eso esta bien. Es la mejor manera de encontrarse con su propia mirada y reafirmar una pertenencia difusa y confusa.
En medio de amenazas de guerra nuclear por cuenta de fundamentalistas de todo tipo, en medio de la protesta social de la clase media del país afectada por la política pública y en el claroscuro de las mañanas frías del verano y la canícula agobiante del mediodía; discutir sobre identidad cultural en Sincelejo resulta nimio frente a esos tamaños de problemas. Pero es nuestra realidad monda y lironda. Lo próximo y lo que transpiramos en el corazón de la sopa espesa de la estación seca que nos oprime en estos días.
Primero fueron las corralejas y su símbolo de barbarie, poder económico y político, rezago cultural y palmaria evidencia de lo poco que avanzamos. Pero identificaba. Asociaba una supuesta identidad y servía de pivote a las bandas folclóricas, a los gaiteros y piteros, a los conjuntos de acordeón sabanera y vallenata, a los vendedores de panes viajeros, a las ruletas desvencijadas y a las putas desaliñadas que merodeaban el redondel de madera y caña brava.
Pero se quedaron entre la confusión que generó la acusación de la civilización y sus defensores de oficios con pobres argumentos. Prohibidas las corralejas en Sincelejo, volvimos a la búsqueda insensata de símbolos o a rastrear en la historia lo más parecido a lo que somos y no somos: un proyecto de sociedad desigual y excluyente que ni siquiera espera en la estación del tren de la modernidad.
Ni la música de acordeón sabanera que era mejor interpretada que el vallenato resistió los débiles embates de la indiferencia con la que manejamos las cosas en estas sabanas del Caribe: un territorio imaginario que viene desde el viejo Bolívar del siglo pasado y pasa por Sucre y Córdoba como departamentos legados en la diáspora de intereses políticos en que somos como país. Los músicos sabaneros terminaron tributando sus influencias y ritmos al vallenato que ahora orgulloso, saca pecho y redime cualquier pretensión de identificar a una región con una música hecha matriz de realidades territoriales.
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Ni la música de acordeón sabanera que era mejor interpretada que el vallenato resistió los débiles embates de la indiferencia con la que manejamos las cosas en estas sabanas del Caribe
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El Caribe sabanero es gaita y pitos atravesados en los Montes de María. Son bandas de los vientos mejor arreglados y sonoros del planeta del patio eterno. Hay acordeón con dejo campesino que lamenta sus querencias y se burla de sí mismo. También hay Cuadros Vivos y peregrinaciones religiosas. Hay tamboras y un país de las aguas al sur de la comarca. Hay una gastronomía heredada de la tradición ganadera y también zenú; que supo amoldarse a las influencias europeas y sirio-libanesas con una facilidad extrema como la del “kibbe” con suero y picante de cualquier mesa de fritos de la calle cercana.
La identidad cultural soñada en el Caribe sabanero no estará entonces en las vilipendiadas corralejas, ni en la riqueza musical que nos embarga o en la gastronomía apabullante. Estará en el lugar que sepamos construir entre la mayoría a partir de la diversidad cultural (múltiples identidades) que de manera micro identitaria nos congregue con sentido de pertenencia a una geografía extendida por los imaginarios de la cultura Caribe. En cada lugar que respiremos en las sabanas del Caribe debemos asociar lo mejor que se tiene y se sabe defender como la única posibilidad de vencer a la muerte y su olvido cuando seamos polvo cósmico deambulando por el universo.
Coda: al decir de Omar Castillo -en diálogos de inicios de año- el día que encontremos a los dirigentes que sean capaces de pillarse la responsabilidad que se tiene con la cultura asociada a las identidades necesarias de estos territorios, otra será la historia