Al firmar un Acuerdo de Paz y reincorporarse a la sociedad, son muchas las cosas que cambian. La guerra queda atrás y con ella la aspiración que se tuvo alguna vez de acceder al poder mediante un triunfo armado. A algunos les resultó imposible reconocerlo, creyeron que se trataba de una maniobra táctica, que la guerra debería continuar, pero con la ayuda de un movimiento en la legalidad. Eso los condujo a la inútil disidencia o al más amargo resentimiento.
Firmar la paz y dejar las armas demostró ser el camino correcto para el momento histórico. En términos realistas eso significaba que se abandonaba no solo la lucha armada, sino también la tesis de la combinación de todas las formas de lucha. Más de medio siglo de frustrados planes de insurrección, sazonados por el océano de violencia en que se ahogaba el país, eran argumentos más contundentes que la fe religiosa en un discurso.
En adelante se trataba de usar exclusivamente vías legales, en la lucha por la nueva sociedad que se soñaba crear. Construir un partido político alternativo y luego un gran bloque con las demás fuerzas de izquierda, capaz con el tiempo y el esfuerzo colectivo, de generar una gran convergencia entre el conjunto de las fuerzas sociales y políticas que trabajan por un país mejor. Cada escalón significaba admitir que no se poseía la última palabra.
Había que dialogar, encontrar consensos y respetar disensos, para usar el nuevo lenguaje. Y hacerlo de manera progresiva y continua. Entenderlo y practicarlo de forma consecuente, implica pagar un precio en buena medida doloroso. Renunciar a la lucha inmediata por los viejos postulados, aplazarlos de manera indefinida, admitir que se encuentran aún más lejos de lo que podíamos creer. Comprender que los afanes conducen al error.
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Los extremismos, los maximalismos, los radicalismos siempre serán posiciones desafortunadas
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Como nos sucedió en el pasado, cuando para usar la clásica expresión, quisimos tomar el cielo por asalto. Los extremismos, los maximalismos, los radicalismos siempre serán posiciones desafortunadas. La humanidad no avanza de esa manera, de hecho nunca lo ha hecho así. Los grandes estallidos revolucionarios han sido el producto de larguísimos procesos de incubación, de la lenta, objetiva y progresiva acumulación que explota cuando debe hacerlo.
Trescientos años de dominación española en América reunieron un enorme coctel detonante. Pero a su vez éste no hubiera sido realidad, si no se hubieran acumulado en Europa después de muchos siglos de absolutismo, las ideas liberales que condujeron a las revoluciones en Holanda, Inglaterra, Norteamérica y Francia, estas dos últimas con enormes repercusiones políticas en Latinoamérica y el Caribe. Las revoluciones no se hacen porque se deseen.
Sino porque convergen en la realidad situaciones económicas, sociales, políticas y hasta culturales que terminan por producirlas. Y no creo estar diciendo nada nuevo. Tengo la certeza de que buena parte del pensamiento contemporáneo de avanzada es cada vez más claro en eso. Sobre todo tras vivir las experiencias de las revoluciones socialistas del siglo XX y la dura experiencia de la revolución bolivariana de Venezuela desde principios de este siglo.
El sistema, el capitalismo que tantos desastres, miserias e injusticias produce en todo el planeta, sigue vivo y coleando, repitiendo con sarcasmo la frase de El Mentiroso, de Corneille, “Los muertos que vos matáis gozan de cabal salud”. Destruirlo y reemplazarlo será la tarea más necesaria, justa y noble emprendida por la humanidad, lo que no significa que sea posible a corto plazo. Quizás ni a mediano. Y mucho menos en un solo país. Y menos en nuestro entorno tercermundista.
Lo que la mayoría de los movimientos de izquierda plantea hoy día, es la lucha por alcanzar un desarrollo económico que permita acabar con la miseria y la pobreza, implementar la mayor democracia posible, excluir la guerra como método de dirimir diferencias, garantizar el acceso efectivo a los derechos humanos, cuidar el ambiente y la vida, la justicia social y el fin de la discriminación, entre sus banderas más importantes.
Si eso es posible dentro del capitalismo o no, ha dejado de ser el debate. Hay que conseguirlo, y si eso va cambiando el sistema, mejor. El Manifiesto Comunista preveía que el proletariado se valdría del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado. Quién sabe qué significaba ese paulatinamente, que muchos creímos era cosa de un día.
Así que resultan realmente absurdas y casi infantiles las pataletas de la derecha colombiana contra un posible gobierno de izquierda. Sea Petro u otro, no habrá las anunciadas expropiaciones, ni las purgas estalinistas, ni ninguna de las aberraciones con que pretenden asustarnos. Es más, si no lo sabían, el M-19 nunca proclamó el socialismo, y mucho menos Petro, que ni siquiera apoyó al chavismo en sus mejores días. Como decía Fidel, no me crean, lean.