Tan cerca a la primera vuelta electoral, los ánimos cada vez más se caldean y la incertidumbre y el nerviosismo se apodera hasta de aquellos que hasta hace poco, no le prestaban atención a la política y a sus entramadas dinámicas.
Colombia es uno de los países que más ha sufrido en carne viva el fragor inaudito de la violencia y la corrupción, y hoy estamos ante las que pueden ser las elecciones más decisivas de este siglo; por lo que nos jugamos la posibilidad real de comenzar a construir un nuevo país o la de seguir perpetuando un modelo que ante toda la evidencia de los datos y de lo que percibimos en las calles, camina hacia el colapso.
Hoy esa propuesta que nos invita a asentir de qué todo está bien, de que el país no debe cambiar y que deben seguir administrando el Estado los que hasta ahora lo han hecho, no me identifica y no nos debe identificar.
No podemos identificarnos con el continuismo, con los que piensan que defender la democracia es lo mismo que mantener los privilegios de unos pocos a costa del sufrimiento de la mayoría; no es posible que el peso fiscal este sobre la espalda de los trabajadores de clase media, los pequeños y medianos empresarios.
No nos pueden venir a decir que nos identifiquemos con una política de miedo y muerte, que, para vendernos seguridad, asesina a más de 6.402 jóvenes; no podemos estar del lado de quienes satanizan a quienes pensamos diferente y arrasan con nuestro legítimo derecho de existir y de alzar la voz.
Vivimos en unos de los países más desiguales del mundo, donde la pobreza aumentó y donde hoy necesitamos más dinero para comprar lo mismo que desde antes de la inflación, ya era insuficiente.
¿Por qué debemos creer en las promesas de caricias de aquellos que históricamente han sido nuestros verdugos? ¿Por qué me debo identificar con un modelo de Estado que no cumple con el llamado contrato social? ¿Por qué no podemos vivir en otra Colombia?
¿Por qué no contemplamos dejar de vivir arrodillados y asumir este momento histórico para levantarnos y construir un país multicolor?
Un país donde quepamos todos y cada uno de nosotros, donde tengamos más y mejores oportunidades, donde la guerra no sea una profesión y la paz y la dignidad sean verbos en la vida de aquella madre de barrio popular que lucha por sus hijos, de aquel padre trabajador que sale ilusionado a traer el pan para la casa, de aquellos jóvenes entusiastas y soñadores que desprecian los límites a sus ganas de conquistarlo todo.
Una y otra vez, no nos podemos identificar con una política que devasta la naturaleza para satisfacer los intereses de los de siempre. O con una política que permite que el pueblo se mate entre sí, que no defiende el derecho a la vida de sus líderes sociales, que censura, que persigue, que estigmatiza, que segrega y que se pervierte ante la codicia corrupta del narcotráfico.
No podemos continuar con un modelo que privilegie la guerra, que deseche la educación, que se burle de las necesidades de los de abajo y que apruebe a la justicia solo cuando esta le es conveniente.
Ya es hora de cambiar, de que los jóvenes tomemos el rumbo del país, que nuestros hijos puedan ser testigos de otras y mejores realidades. Que podamos sentir confianza en el Estado y en quienes lo representan, que podamos trabajar sin ser explotados, que podamos vivir en justicia y que nunca más una madre tenga que cerrarles los ojos a sus hijos porque el Estado lo mató.
Por Lucas, Dylan y los más de 6402 que hoy no están.