Asistimos desde el último tercio del año 2019 a una gran movilización de la juventud en América Latina con manifestaciones multitudinarias en las calles de Chile, Colombia, Ecuador y Bolivia, no obstante, no ha sido una movilización uniforme más allá de la percepción general de que hay cierta unidad en el descontento latinoamericano.
Los casos de Chile y Colombia son los más parecidos, aunque por supuesto con diferencias propias de la historia y la realidad nacional de cada país, son los que registran una indignación contra políticas estructurales llevadas adelante como orientación estatal por los gobiernos de las últimas tres décadas, por lo menos. En Bolivia la respuesta en las calles, tanto las que ambientaron el golpe como las que se resistieron a él no responden al mismo parámetro de indignación y rechazo a paquetes de políticas neoliberales, como sí es el caso de Chile, Colombia y Ecuador; la lucha ha estado signada por elementos explícitamente políticos y la cuestión ha girado en torno a quién gobierna.
Por su parte, Ecuador fue una respuesta a un paquete específico de medidas que rompían con un pacto tácito al que se había llegado en la sociedad ecuatoriana después de años de implementación de políticas contrarias a las orientaciones típicamente neoliberales, escenario en el que el gobierno de Rafael Correa había sido resultado y factor fundamental desde el Estado en su consolidación. Tanto en Bolivia como en Ecuador, la participación indígena ha sido central en las movilizaciones, lo que introduce en ellas un elemento estructurador de la protesta alrededor de la defensa de valores de la comunidad entrelazados con reivindicaciones políticas o económicas.
Por su parte, en Chile y Colombia las manifestaciones en las calles son la reacción a medidas de tipo político y económico que seguían la lógica de una saga de reformas estructurales. Las movilizaciones en estos dos países estallaron por un momento de hastío, de rebosamiento de la protesta ante políticas económicas que llevan décadas y a un estado de pauperización causado por estas y que cada vez resulta menos soportable para la mayoría de la población. En cierta medida, responden a oleadas de protesta que, a nivel mundial, parecen reproducirse como réplicas de las demandas de resistencia que en otro tiempo muy cercano resonaron bajo el nombre de “Occupy Wall Street”. En el 2011, un movimiento que respondía a la crisis iniciada en el 2008 se manifestaba en una gran movilización que se planteaba precisamente la ocupación mediante una protesta pacífica del considerado símbolo y centro de la globalización financiera mundial, donde opera el corazón del sistema mundial impulsado por Estados Unidos. Las reivindicaciones y el sentido de esta protesta en el corazón del sistema financiero mundial, pronto se extendería a otros lugares del mundo en oposición a los grandes bancos y corporaciones económicas. Era una protesta contra el 1% más rico que fundaba su riqueza en el saqueo del otro 99%, a través de la explotación capitalista o de la extracción del valor del trabajo a través del sector financiero. Movimiento criticado por su carácter amorfo, sin una dirección política con un programa y objetivos de acción claro, movilizado por la indignación ante la concentración de la riqueza y la desigualdad. No obstante, era un movimiento que presionaba en las calles desde el centro del capitalismo mundial, con masas de jóvenes hastiados y desesperados porque su movilización significara un pare a las políticas de los Estados que favorecían un sistema que fundaba la riqueza de unos cuantos en la expropiación del bienestar y la riqueza de muchos. No obstante, nada cambió.
Al contrario, de entonces a este tiempo, el modelo de acumulación capitalista fundado en la concentración de la riqueza y en la financiarización como estrategia fundamental de extracción del excedente que escapa a la apropiación del trabajo en el escenario propio de la producción se ha profundizado y extendido a pesar de sus desastrosas consecuencias sociales en el incremento de la desigualdad y la pauperización de grandes porciones de la población. Según Bloomber, en el año 2019 que recién terminó, las 500 personas más ricas del mundo que representan a grandes conglomerados dedicados a la tecnología y a industrias del consumo y servicios, sumaron a su capital 1,2 billones de dólares, con lo que elevaron su patrimonio hasta 5,9 billones, un 25% más con respecto al año anterior. En la otra cara de estas ganancias escandalosas está una pobreza que en lugar de ceder aumenta: según datos de las Naciones Unidas que toman en cuenta el índice de pobreza multidimensional, se incrementa en 500 millones más la cifra de seres humanos en pobreza extrema en el mundo, cuya cantidad total llega al 10% de la población mundial. Asimismo, de la cifra de 1300 millones de pobres la mitad son menores de 18 años. Un mundo que se abre paso en este 2020 con un alto índice de concentración de la riqueza en el 1% de la población que implica la pobreza de miles y cientos de millones a costa de la opulencia de unos cuantos y donde se sacrifica el futuro y el bienestar de las generaciones más jóvenes.
No obstante, las generaciones jóvenes son también las que más potencial político tendrían para cambiar las cosas y, en buena medida, las movilizaciones en Colombia y Chile han sido jalonadas por ellas. Precisamente su situación de exclusión encierra el descontento a un sistema que las excluye del acceso a la riqueza y subordina a una situación de pauperización creciente. La generación del milenio es actualmente el bloque electoral urbano de más peso y sus integrantes son quienes menos tienen acceso a la riqueza y al ingreso nacional. En Estados Unidos, por ejemplo, la llamada generación baby boomer que cuenta a los nacidos entre 1946 y 1964, es la que más ha sido beneficiada de un sistema fundado en la especulación y la flexibilización laboral, en el que ellos fueron quienes tuvieron mayores posibilidades de beneficiarse del disfrute de servicios y oportunidades, así como de un mayor acceso al dinero y oportunidades de inversión. A la consideración de las diferencias de clase social habría que agregarle las ventajas intergeneracionales en un sistema que privilegia la preservación y conservación de los grandes patrimonios antes que su circulación y división en la sociedad. Según datos de la Reserva Federal de los Estados Unidos, el porcentaje de riqueza de la generación del Baby Boom en la media de 35 años en 1989 era del 21%, mientras que los de la generación X, nacidos entre 1965 y 1980, que alcanzaron una media de 35 años en 2008 poseían el 8% de la riqueza en el 2008. Por su parte, la generación llamada de los millennials, nacidos entre 1981 y 1996, alcanzarán una media de 35 años en el 2023 y actualmente tan sólo tienen un acceso al 3% de la riqueza. Cada generación es más de un 50% menos rica que la anterior a una edad promedio en la que se suponía una persona debía tener definido buena parte de su situación económica. Situación que es más dramática si vemos las cifras actuales que suministra la Reserva Federal: la generación del Baby Boom posee el 56,7% de la riqueza, la generación X apenas el 16,3. La generación de los millennial apenas alcanza un quinto de la riqueza de la generación que la precede, y su comparación con la baby boomer es irrisoria y marca el grado de exclusión al que están sometidas las generaciones de los jóvenes, pues casi que obtiene veinte veces menos del pastel.
En Latinoamérica la situación es a todas luces aún peor. Según datos de la CEPAL, para el 2017 en América Latina el 56 % de los jóvenes en edades entre los 15 y 24 años perciben ingresos inferiores al salario mínimo, mientras la media está en el 40% de la población ocupada. Además de la precarización de los salarios, habría que agregar la precarización de las condiciones de empleo, trabajo a destajo, contrataciones temporales y sin seguridad social efectiva. En el informe Perspectivas Económicas para América Latina 2017 elaborado por la OCDE, la CEPAL y el CAF se señalaba que el 64% de los jóvenes en América Latina de una población de entre 15 y 29 años vive en situación de pobreza “con acceso limitado a servicios públicos de calidad, con tasas de ahorro muy bajas, y con pocas perspectivas de movilidad social. Dos de cada diez jóvenes latinoamericanos trabajan en el sector informal, y otros dos ni trabajan ni estudian, ni reciben algún tipo de formación”. Lo que además niega cualquier posibilidad al grueso de los jóvenes de acceder a un sistema de pensiones que les posibilité contar con alguna asistencia económica en su vejez. Según el informe del año 2019, el 25% de los jóvenes en situación de pobreza en América Latina en edad para trabajar no tienen empleo. Asimismo, en el 2014 el porcentaje de los jóvenes con contratos temporales ascendía a un 64% de quienes trabajaban.
Una generación que crece en la desesperanza y en la incertidumbre y tal vez cumple con mayor claridad aquella famosa frase sobre quienes en un proceso de cambio “no tienen más nada que perder, sino sus cadenas”. No obstante, las fuerzas causantes de su situación no son solo nacionales, en buena medida, también son globales y mientras su movilización no exija conjuntamente a sus gobiernos nacionales una relación distinta con esas fuerzas globales, lo cual entraña una transformación profunda de las elites políticas y de su orientación, el golpe de timón necesario para cambiar su situación nunca llegará. La demanda debe ir dirigida a un cambio radical del modelo de desarrollo y acumulación capitalista fundado en la financiarización de la economía. Un cambio que conduzca a un nuevo modelo que apunte al desarrollo productivo y a la integración de los diferentes sectores de la población a la economía con una distribución del ingreso más igualitaria y una participación del Estado más activa tanto en el desarrollo económico como en el desarrollo social. La integración de la juventud a la economía implica necesariamente una nueva economía.