Cuando desde el laicismo se reflexiona sobre las razones del espectacular avance de los evangélicos en Colombia y en América Latina se suele recurrir a explicaciones que incluyen el carisma de sus pastores, su entusiasmo misionero, el empleo de refinadas técnicas de marketing tanto en sus ceremonias como en los medios y su concepción de la Iglesia, de la asamblea de los creyentes, como una empresa y a la vez como una sociedad de ayuda mutua. Yo estoy de acuerdo con estas razones, a las que añadiría, que su creciente éxito internacional está favorecido por el hecho de que es una de las variantes de la que el célebre crítico literario Harold Bloom llamó la “religión americana”, que por serlo se beneficia del enorme atractivo que ejerce el poder aparentemente incontestable de los Estados Unidos de América en los países de su dilatada esfera de influencia. En lo que vendría a ser una reedición de la expansión impetuosa del cristianismo que se produjo cuando Constantino lo impuso como la religión oficial del imperio romano.
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Habría que contar el atractivo del tipo de espiritualidad que ofrece este credo, más acorde con “el espíritu del capitalismo”
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No bastan sin embargo estas razones: también hay que contar con las que mueven a tantos y a tantos católicos de nuestro país y nuestro continente a desertar de la religión de sus mayores, en la que fueron bautizados, para convertirse en evangélicos. Entre ellas habría que contar el atractivo del tipo de espiritualidad que ofrece este credo, más acorde con “el espíritu del capitalismo”, según el clásico diagnóstico de Max Weber aplicado al cristianismo reformando del cual los evangélicos son una modalidad o una variante. Que por lo demás encaja con una época histórica en la que agnósticos y escépticos de todos los registros coinciden en concebir y valorar a las religiones exclusivamente como manifestaciones del espíritu. Pero creo que tanto o más importante que la espiritualidad es la ética que los caracteriza. La ética que Sartre, refiriéndose al pintor Tintoretto, definió en estos términos: “¡Que austero moralista ¡(…) No le faltaba nada: pesimismo y trabajo, ánimo de lucro y desvelo por la familia. La naturaleza humana está viciada por el pecado original; los hombres están divididos por sus intereses. El cristiano se salvará por sus obras: que luche contra todos; duro para consigo mismo y para los demás, que se esfuerce sin descanso en embellecer la Tierra que Dios le ha confiado y encontrará la señal del favor divino en el éxito de su empresa”.
Esta ética, que junta una visión pesimista del mundo con una confianza en lo que puede lograr en este mismo mundo el individuo que se hace plenamente responsable de sí mismo, se traduce en la muy disciplinada conducta de quienes la profesan y en su defensa de la familia, la propiedad privada y el éxito empresarial. Quienes la practican se ofrecen como un ejemplo y como un modelo a imitar en un país como Colombia desmoralizado por la corrupción, la impunidad, el espolio y la violencia rampante, todas prácticas estimuladas por el afán desmedido de riqueza, el cómo voy yo allí y el sálvese quien pueda, desplegados sobre un sustrato de pobrezas y miserias que se dan por irremediables.
Varias razones mueven a tantos y a tantos católicos de nuestro país y nuestro continente a desertar de la religión de sus mayores
