Resulta más que pertinente la posición adoptada por la Corte Penal Internacional recientemente relacionada con la ocupación israelí de Palestina.
En una primera jugada, el alto tribunal había dejado clara su jurisdicción sobre los territorios ocupados —Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este— con lo cual se derrumban dos falacias israelíes. La primera, la duda sobre el carácter estatal o no de Palestina. La segunda, sobre la naturaleza del conflicto.
Por un lado, la corte deja absolutamente claro que Palestina es un miembro pleno del Estatuto de Roma desde 2015 y que desde 2012 es reconocido como Estado por el concierto internacional, representado en la Asamblea General de las Naciones Unidas (A/RES/67/19). Adicionalmente, la misma corte enfatizó que el 21 de diciembre de 2012, la oficina de Asuntos Legales de la ONU aclaró que Palestina podía acceder a todos los tratados o convenios internacionales reservados para los Estados, dada su naturaleza estatal. Así las cosas, se queda sin piso una vez más el refrito sionista que niega la existencia de Palestina y se abroga exclusivamente en ellos el derecho de decidir sobre su carácter estatal.
Por otro lado, y aún más grave para la propaganda y la ilegalidad sionista, la corte dejó claro por enésima vez que Cisjordania, Gaza ni Jerusalén Este son partes de Israel y que la presencia sionista en ellas configura una ocupación militar extranjera —con las implicaciones legales que de ello se derivan—. Así las cosas, no solo Israel miente, sino que viola la ley, cuando maquilla la ocupación y la disfraza con eufemismos como “territorios en disputa” o una guerra de odio religioso.
Hay que recordar que la solicitud de investigación a la CPI se hizo sobre la base de la operación israelí lanzada en 2014 que arrasó a Gaza y sobre los crímenes ocurridos en Cisjordania, Gaza y Jerusalén este a partir del año de incorporación palestina al Estatuto de Roma, los cuales incluyen establecimiento de colonias israelíes, destrucción de propiedad palestina, asesinatos de niños, mujeres, ancianos y discapacitados, castigos colectivos, detenciones ilegales, torturas, robo de recursos naturales, entre otros.
Sin embargo, fue el pasado 3 de marzo cuando la corte dio un trascendental paso adicional, informando a la comunidad internacional la apertura de una investigación formal contra Israel por estos crímenes.
La airada reacción israelí no se hizo esperar. Inmediatamente Netanyahu enfiló contra la corte, y, al igual que hace unos días, la acusó de antisemita. De hecho, hoy por hoy, el uso grosero e irrespetuoso que el mismo sionismo hace del judaísmo le ha permitido acusar ridículamente de “antisemita” a todo aquel que se atreva siquiera a sugerir que Israel comete crímenes en Palestina. Es tan grotesca esta afirmación como si hubieran acusado de “anti alemán” al Tribunal de Núremberg luego de la Segunda Guerra Mundial. Vivimos en un mundo donde el criminal acusa al juez.
En últimas, la molestia israelí es simple. Por primera vez en toda su historia lo van a tratar como un Estado normal y lo van a obligar a respetar la ley, demostrando que el asesinato impune de palestinos solo satisface a los sionistas y a los fanáticos religiosos que creen que matar palestinos (sean ellos palestinos cristianos, musulmanes, judíos o ateos) los acerca a Dios. Por eso le duele tanto.
Resta esperar la reacción de la comunidad internacional. Por ahora, casi todo el mundo —salvo la tradicional y obligada reacción de EE. UU.— ha guardado una prudente espera. La capacidad de influencia israelí —quien ha tenido que recurrir a la física extorsión con el antisemitismo o al soborno basado en transferencias de vacunas contra el COVID— parece que está llegando a su fin, frente al tamaño de crímenes que no puede ya ocultar. Frente a ello, es importante que los Estados sean mesurados a la hora de respaldar o no la terquedad y arrogancia de quien comete crímenes de guerra.