Unas horas en la discoteca “La sucursal del cielo” fueron suficientes para no querer entrar nunca más, para retornar por el camino con el rabo éntrelas patas y lavarse los ojos con jabón.
“Por mí se llega a la ciudad doliente,
por mí se llega al llanto duradero,
por mí se llega a la perdida gente…
¡Perded cuantos entráis toda esperanza!”
Estas palabras deberían estar escritas en el dintel de la puerta de esta bodega disfrazada de discoteca, tal cual están escritas con “color oscuro” en las puertas del Infierno de Dante. Pero no. Esta discoteca en las afueras de Cali está camuflada con el nombre más simple y cliché, y alabada como la discoteca más grande de la ciudad… bueno geográficamente está en Menga así que ni siquiera se puede afirmar que es caleña. “Es totalmente distinta, vas a ver. Tiene una pared de LED’s bacanísima y la música es genial”. Y claro, me dejé convencer, ingenuamente movido por el cumpleaños de un amigo que también había sido arrastrado en contra de su voluntad. Diez mil pesos de cover (supuestamente barato) anunciaban ya el robo que iba a ser esa noche, la pérdida de tiempo que se me venía encima. Si tan solo hubiera tenido a un Virgilio al lado mío que me dijera: “Conviene aquí dejar el miedo abyecto y a toda cobardía dar por muerta. Llegamos al lugar donde al efecto ya te anuncié a las gentes dolorosas que perdieron el bien del intelecto”.
Adentro voces y quejidos, suspiros y alaridos sonaban bajo un cielo de estrellas artificiales. El recinto estaba completamente iluminado y se lograban divisar las caras invadidas por una euforia inducida por cuantiosas cantidades de aguardiente y whisky. La tan alabada pared de LED’s terminó siendo no solo una sino que todo el sitio estaba cubierto por miles y miles de bombillos que cambiaban de color. Se sentía como estar dentro de una pecera o detrás de una vitrina de exhibición y que un niño estuviera jugando con el interruptor de la luz. De repente un blanco intenso lo cegaba y al mirar alrededor se podía ver a la perfección todas esas almas condenadas al engaño del placer sin sentido, del goce instantáneo y momentáneo.
Recuerdo haberme preguntado. “¿Qué dolor les hace lamentar con voz tan fuerte?” y recordé ese verso: “… en su ceguera, que vileza amasa, torpes envidian cualquier otra suerte”. Parecía acorde. Todos dirigían sus miradas hacia otros, como atraídos por la curiosidad de ver si más allá de pronto estaba mejor la rumba, si las mujeres estaban más ricas y menos vestidas en el grupo del lado. Pero igualmente recordé que con aquellos condenados hay que tener cuidado, incluso con las miradas: unos segundos de más en los que se mantenga una mirada y tu mundo como lo conoces puede acabar ahí en ese instante. Y así permanecían aquellas almas, nublados de intelecto, pretendiendo ser algo más, añorando algo fuera de lo normal. Pero ni las luces, ni el humo, ni el alcohol eran suficientes para ocultar la desdicha y la inconformidad.
Un poco de merengue por aquí, una pizca de salsa por allá, toda la bolsa de electrónica barata, bachata en grandes cantidades, chichoqui y un bulto de las canciones más malas y quemadas completaban la receta para el desastre. La salsa no estuvo tan mal, una buena pareja y se alcanza a gozar por momentos. Hasta que toca cortar el paso para darle permiso a alguien que siempre va con afán; correr los asientos para hacer lugar pues no hay pista de baile y además aguantarse el calor infernal que va aumentado a medida que se adentra por los círculos de este averno. Y es que supuestamente este grandioso lugar tiene niveles con diferentes ambientes que en determinado momento de la noche se separan y se convierten en tres discotecas aparte. Menos mal no me quedé lo suficientes para ver esta “sensación”.
A medida que avanzaba el tiempo, gracias a Dios que aquí sí avanzaba, el ambiente se ponía cada vez más pesado y más caliente como si en verdad estuviéramos descendiendo hacia el noveno y último círculodel Infierno. Y haciendo honor al Círculo de los traidores, me fui sin despedirme, tratando de olvidar lo ya vivido. Me fui prometiendo que nunca más me vería en esta situación y me sobrecogió la dicha de poder “admirar, por fin, las cosas bellas del cielo, y desde aquel hueco profundo salí a dar vista las estrellas”.