Qué solos estamos. El esposo de Juliana, la mujer asesinada esta mañana por un teniente del ejército de un disparo en la cabeza, corre de un lado a otro pidiendo ayuda, grabando y rogando que por favor le colaboren para mandar el vídeo. Se devuelve. ¿Quién lo va a ayudar?, ¿otros civiles desarmados?, ¿el ejército que le acaba de matar a su compañera? En el carro nuevamente, en su desespero, al lado del cadáver de su esposa, muestra que no tienen drogas, ni armas.
Quiere mandar el vídeo porque si no sería la palabra de un hombre contra el poder estatal. Quiere probar que no merecía morir por no tener drogas o armas, porque este país, que juzga para sentir menos culpa de apoyar a los asesinos y para sentir alivio de que a la “gente de bien” no le pasan esas cosas, destrozaría lo último que le queda a un muerto: su honor y sus recuerdos.
Las armas siempre estarán en las manos equivocadas. Probar la inocencia para que no nos maten es prueba de otra inocencia y de otra ingenuidad que nos está acabando uno por uno, como en las películas de terror, una película de terror llamada Colombia.
El país se suicida cada día, con cianuro, con balas estatales, con balas de los grupos armados que hacen donaciones a los políticos, con falta de atención médica pagada con nuestros impuestos, con hambre, con destrucción ambiental. Después de todo esto, pareciera que aquellos que han elegido toda esta barbarie (por miedos, por fanatismo, por manipulación, por desconocimiento o simplemente por hijueputas) son los que tienen la razón, porque ellos son el botón de autodestrucción de una sociedad profundamente rota.
Quizá lo que pretenden, consciente o inconscientemente, es acabar con una especie dañina para una geografía tan exuberante. Son días en que uno no quisiera darle la razón al escritor Vallejo, pero es que por más que los vivos queramos probar nuestra inocencia en este pequeño paraíso lleno de serpientes el plomo no tiene discernimiento.
En las calles nos vemos aquellos que nos alegramos de ver los hospitales militares sin heridos. Aunque hoy sean sus balas las que también nos matan.