La privatización de lo público, que inició César Gaviria en los años 90, tenía como destinarios y beneficiarios exclusivos a los empresarios e inversionistas nacionales y extranjeros, pero los pobres desesperados también decidieron meterse en el negocio.
A su manera, a su aire, para satisfacer su hambre, con las uñas, sin permisos ni licencias, en la marginalidad, en la informalidad, los pobres también privatizan lo público, las miserias de lo que va quedando de lo público y de lo poco que han dejado los monopolios privados y las grandes multinacionales, para ser precisos y justos. El espacio público, los trancones, el mantenimiento de la valla vial, el tratamiento de las basuras, las colas en las entidades públicas forman parten de su “portafolio de negocios”.
En su afán privatizador no desarrollan una acción perversa y con calculado beneficio como los otros, simplemente buscan su supervivencia ante la falta de Estado de bienestar y oportunidades para el trabajo digno, como se estila ahora.
Ellos también reclaman su derecho al emprendimiento. Cuando la autoridad policial interviene su respuesta es clara y directa: ¡dejen trabajar! Lo mismo que a su manera reclaman los contrabandistas, los contratistas del Estado, las mafias de la alimentación escolar, los Nule, los Moreno Díaz, los Kiko Gómez, los Palacino, todos los de Interbolsa, los carteles de la hemofilia, los pañales, los cuadernos, el cemento, los traficantes de drogas, las mafias de los cirujanos plásticos sin títulos, para citar solo unos pocos
Allí donde el Estado incumple obligaciones públicas elementales, surge un pobre con espíritu privatizador que aprovecha la situación para rebuscarse la comida.
El espacio público es refugio de millones de vendedores ambulantes
organizados alrededor de poderosas mafias
que controlan la renta del suelo que representa una esquina o una gran avenida
El espacio público de las grandes ciudades se ha convertido en el refugio de millones de vendedores ambulantes. Unos actúan solos, pero la gran mayoría están organizados alrededor de poderosas mafias que controlan la renta del suelo que representa una esquina o una gran avenida. La informalidad de las ventas ambulantes es el instrumento que utilizan grandes contrabandistas para colocar en el mercado todo tipo de baratijas y obtener millonarias ganancias. Con un pequeño plante, miles de necesitados desempleados se convierten en carne de cañón del gran negocio que representa la informalidad y la ilegalidad del menudeo en calles y aceras.
El incumplimiento y desidia del Estado para habilitar zonas de parqueo, debidamente reglamentadas y con el pago de tarifas, ha dado lugar a la privatización de calles, andenes y bahías por centenares de angustiados cuidadores de carros, que tras penosas jornadas captan una renta pública en su beneficio. Su acción es posible gracias a la ausencia de parqueos públicos y a las mordidas que deben pagar a los acuciosos policías que rigurosamente los visitan a mañana y tarde. Su oferta del servicio es clara, “déjelo ahí monito, se le cuida, vaya tranquilo patrón”. Y así podríamos seguir ilustrando las formas operandis del problema.
Todos hemos observado en las calles bogotanas la picaresca acción de uno o dos pobres que con un montón de tierra y una pala simulan tapar un amenazante hueco. Su sistema de peaje y de cobro es una callosa mano estirada en busca de una moneda. La mayoría evade el pago del “impuesto” de mantenimiento vial, otros lo cumplen, pero algo queda, algo se recoge.
En medio del inevitable trancón diario se observa a “agentes” de tránsito informales que armados de un chaleco raído, una señal de pare y siga y un pito suplen la ausencia de la autoridad de tránsito responsable de facilitar la movilidad de los bogotanos. Investidos de autoridad, que emana de su real gana, dan paso a unos y otros, y a todos pretenden cobrarles. Algo logran hacer por la movilidad y para sus magros ingresos.
La atención oportuna en los establecimientos públicos mediante el sistema de turnos numerados, es rápidamente copada por los mendicantes “capturadores de renta”, quienes organizados en familias se dedican a acumular fichas de atención, las cuales ofrecen luego a los urgidos ciudadanos dispuestos a pagar unos pocos miles de pesos con tal de ser atendido antes que los demás.
La deficiente prestación del servicio público de alimentadores en el sistema Transmilenio de Bogotá ha dado origen a una nueva fuente de emprendimiento y privatización de lo público por parte de los llamados bicitaxis. En penosas faenas de 12 o 14 horas, cientos de jóvenes se dedican a la inhumana tarea de trasportar una y hasta tres personas a cambio de los “mismos mil pesitos”, ante la mirada indolente de las autoridades de tránsito. Es un infame sistema de transporte por tracción humana que hasta el momento no suscita el interés de los defensores de los derechos humanos y de los otros.
Lo que empezó como una actividad individual de rebusque, hoy es un jugoso y organizado negocio de “pequeños” empresarios que se lucran con la explotación inmisericorde de cientos de jóvenes desempleados que alquilan las bicitaxis y deben pagar cumplida y diariamente una renta al “dueño”. Tampoco faltan, no podían faltar, los políticos vivarachos que hacen campaña en defensa de la actividad del ciclotaxismo, sugieren organizarlos, carnetizarlos y claro pedirles que voten por el concejal amigo. El asunto se ha extendido de tal manera que la Secretaria de Movilidad se va a ver en la obligación de incluirlos en el Sistema Integrado de Transporte de la ciudad, antes que el propio Metro o el Metro Cable.
El modelo privatizador de lo público ha resultado exitoso para los grandes empresarios nacionales y extranjeros. Pero su mayor éxito es haber arrastrado a los pobres, a los informales, a los marginales a seguir su ejemplo: privatizar lo público y tener la fe del carbonero en la iniciativa privada y el emprendimiento.