Paralelo a ese transcurrir, bajo otras circunstancias políticas y sociales, y teniendo como escenario otros espacios y diferentes protagonistas, alrededor de New Orleáns y de otras ciudades del Mississippi, sonaban en muchas bandas, muchos músicos de procedencia cubana, puertorriqueña y mexicana, al igual que creoles de Luisiana de ancestro español, como el propio Manuel Pérez, una verdadera leyenda de la trompeta, maestro del volumen y de la intensidad, famosos por las competencias que realizaba con monstruos como Buddy Bolden o el mismo King Oliver, cuando desde una calle lejana a otra jugaban a la trompeta que se oyera más en las noches de un New Orleáns que por entonces solo tenía 200 000 habitantes, pero contaba con más de treinta bandas que llenaban la ciudad todos los días de una música que cambiaría definitivamente al mundo.
Estaba también Florenzo Ramos, saxofonista de México que llegó a New Orleáns a la exposición del Algodón y del Azúcar, y se quedó en la Crescent City como el primer saxofonista de jazz de la época. Otros nombres son los de Alcides Núñez, clarinetista de orquestas como la famosa Original Dixiland Jazz Band, ODJB, los Lousiana Five y la Reliance Band. Paul Domínguez, violinista y guitarrista que tocó con Armstrong en 1923. Horacio Díaz, pianista que tocó con el legendario León Prima. La familia Marrero: Billy, Eddie, John, Lawrence y Simón, padre e hijos intérpretes del banjo, el bajo y la percusión. Eduardo López, violinista y pianista. Sid Dávila, Ray López y Alcides Pavajeau, entre otros. Músicos que sin duda imprimieron en aquellos primeros moldes prejazzisticos los valores de una manera especial de hacer la música con sabor, ritmo y color latinos, que se pierden un poco en el complejo melting pot de razas y culturas que era la música que se hacía en ese momento en la cuenca del gran río del Jazz que era el Mississippi.
Alcídes Núñez, clarinetista de la famosa Original Dixiland Jazz Band
Lo anterior queda subrayado por esta cita de Rayuela, novela de escritura indudablemente jazzística, que dice lo siguiente: “El jazz es la lluvia, la sal y el pan, algo absolutamente indiferente a los ritos nacionales, a las tradiciones inviolables, al idioma y al folclor: una nube sin fronteras, un espía del aire y del agua, una forma arquetípica, algo de antes, de abajo, que reconcilia mejicanos con noruegos y rusos con españoles, los reincorpora al antiguo fuego central olvidado, los devuelve a un origen traicionado…”
Los años 30 son los primeros años de la rumba cubana en New York. Este ritmo que era desde ya una evolución orquestal de ciertas formas cubanas como el son, el guaguancó, la conga y la columbia, desarrollado desde luego por extraordinarias orquestas cubanas que tenían la posibilidad no solo de tener grandes contratos en las emisoras de radio cubanas y en los grandes salones de los hoteles de la Habana de la época, sino de viajar a los Estados Unidos para presentarse en importantes sitios de baile y en la radio americana, tenían ya algunas características especiales que le permitían sonar en un lenguaje aproximado al de las grandes Bandas de jazz del Swing.
Son también los años en los que empiezan a afincarse en la capital norteamericana nombres como Alberto Iznaga, Don Aspiazu, Antonio Machín, Celio Curbelo, José Curbelo, Miguelito Valdez, Noro Morales, Mario Bauza, Frank Grillo, Arturo Chico O’Farril, e inclusive los años de la Orquesta del famoso músico catalán Xavier Cugat, a quien Alejo Carpentier acusaba de edulcorar en demasía todos los tipos de música latinoamericana, pero a quien para decir verdad se le debe también gran parte de la popularización de la rumba cubana, precisamente por lo que decía Carpentier: por introducir en ella elementos rítmicos y armónicos mucho más fáciles de bailar que los que ofrecían las orquestas antes mencionadas.
Considero importante aquí acudir de nuevo a importantes opiniones de Carpentier, consignadas en su gran obra La Música en Cuba, y en las que expresa su protesta acerca de lo que le había sucedido a la música popular cubana al ser tentada por las luces neoyorquinas. Dice el escritor cubano: “Por una rara paradoja, la boga mundial que favoreció ciertos géneros bailables cubanos a partir de 1928, hizo un daño inmenso a la música popular de la isla. Cuando los editores de New York y París establecieron una demanda continuada de sones, congas y de rumbas –designando cualquier cosa bajo este último título- impusieron sus leyes a los autores de una música ligera, hasta entonces llena de gracia y de sabor. Exigieron sencillez en la notación, una menor complicación de ritmos, un estilo “más comercial”. Dóciles, muchos de los favorecidos por el mercado extranjero se aplicaron a internacionalizar lo cubano, reduciendo al banalísimo cuatro tiempos del jazz, expresiones que debían su encanto y su fuerza, precisamente a una gráfica inhabitual. Los “arreglistas” norteamericanos y parisienses hicieron el resto. Y de este modo surgieron esos engendros que se llaman la rumba –fox, la canción show, el capricho afro, la conga–fox, sin hablar de la rumba musulmana, y ejemplifica esta última modalidad el gran maestro cubano con el “Ali –Ba –Ba” de Ernesto Lecuona, que se escucha en todas partes.”
Manuel Pérez, Imperial Orchestra, 1908
