“El derecho a la ciudad no es simplemente el derecho de acceso a lo que ya existe, sino el derecho a cambiarlo a partir de nuestros anhelos más profundos”. David Harvey
La ciudad, la capital, la urbe, el símbolo más valioso de nuestra civilización, se está posmodernizando inevitablemente.
Primero, el hundimiento de la lógica del capitalismo clásico y después, la “brecha digital “que, para ampliar sus dominios con la innovación de la inteligencia artificial, apenas comienza.
Acercándonos a su historia, que la reconoce como una moderna forma de libertad y de control social, caracterizada por la anarquía planificadora, sobre todo en América, con la excepción de Cuba y Canadá, encontramos que las ciencias humanas no están preparadas para leer sus laberintos y su maraña de complejidades.
En esas condiciones es comprensible la perplejidad frente a su devenir histórico, que coloca, superables obstáculos, para que la academia analice sus comportamientos.
No es extraño observar, en su ámbito desordenado y anárquico, la expansión incesante de equipos tecnológicos, en todos los campos de su actividad, que no solo han cambiado los conceptos de tiempo y de trabajo, sino que han derivado en cambios subjetivos en su entorno social.
La ciudad, al estilo de las metrópolis donde se asentó la colonialidad, fue la metáfora del mundo moderno y ahora transita hacia la posmodernidad, sin que se a su favor se altere la vida social, política y espiritual en general.
En su entramado de emociones, sentimientos, pasiones, inquietudes y estremecimientos históricos, ha cambiado el sistema de significados pero no su vida material.
Ciudades hay que funcionan como encierros, centros de clausura o “condominios privados”, una “transfiguración” (Maffesoli) que transita en el pensamiento del siglo XXI, solo apta para los miembros alucinados de las tribus urbanas.
Ciudades donde el desengaño posmoderno se trueca con frecuencia en una desilusión paralizante respecto de casi todo, al sentir que la corrupción se hizo consustancial a la política.
Ciudades donde la incursión al presupuesto para su desarrollo se ha vuelto crónica, sistemática y duradera, como lo revelan los medios de comunicación, mientras el rechazo moral colectivo es un gesto de perversa indiferencia que favorece al olvido.
Y si anhelamos que tenga validez la lógica de sentirnos juntos en su entorno, deben superarse las incompatibilidades generacionales, frenar severamente la descomposición moral asentada en las instituciones públicas, suprimir los fanatismos políticos, admitir la pluralidad cultural y religiosa y, fundamentalmente, erradicar el fenómeno de su pobreza periférica, prerrequisitos para desencadenar una perspectiva gregaria de alta sensibilidad fraterna.
Los tejidos sociales, así estructurados, con plena aplicación de los derechos humanos económicos, sociales y culturales, harán posible la experiencia de otro tipo de solidaridad, no filantrópica ni conmiserativa, fundada en la horizontalidad transformadora.
La tónica de hoy en las ciudades es la de establecer puentes críticos con el pasado, con el presente mismo, y con el futuro, para rearticular zonas olvidadas, aisladas, para conectar territorios separados, para juntar lo dividido, restablecer la confianza moral y comunicar lo que ha sido distanciado, antes que fortaleces con políticas equivocadas su identidad traumática.
Iniciativas para no sentir en las pequeña urbes lo que se siente en las grandes ciudades como Los Ángeles, Vancouver, México, Buenos Aires, o Madrid, donde a mayor población mayor soledad y aislamiento, vacío del ser, destierro urbanizado, confinamiento económico y ausencia de horizontes y paisajes.
Salam aleikum.