La decisión del congreso peruano de no aceptar el adelanto de las elecciones generales propuesto por Dina Boluarte, presidenta en ejercicio, evidencia una de las mayores responsabilidades por la muerte de ya casi 60 ciudadanos, así como de las pérdidas económicas para el Perú evaluadas en más de 554 millones de dólares, según AFP.
Una mayoría de legisladores rechazaron el viernes 27/01 la iniciativa de Boluarte para realizar elecciones en abril del 2024. Pudo haber sido un elemento de descomprensión para el caos que vive Perú hace casi ya dos meses: una aparentemente inexplicable ola de protestas y bloqueos de rutas, y consiguiente represión policial, que agita al país incaico desde que Pedro Castillo intentara un golpe de Estado para evitar su inminente destitución constitucional. Delito que fue frustrado por las propias normas constitucionales del país.
No se haga un análisis equivocado y se atribuya a diferencias de “izquierda o de derecha”, lo que se vive hoy en Perú. Sería repetir un anacronismo que se ha vuelto habitual cuando se analiza Latinoamérica.
Congresistas de posturas ideológicas aparentemente contrapuestas —llámese si se quiere de ultraderecha y ultraizquierda— ya se habían unido en anteriores oportunidades para rechazar el juicio político al presidente golpista. De haberse procedido con la Constitución en las instancias en que se propuso la destitución de Castillo, por lo menos tanta muerte y destrucción que hoy se registra quizás se habría evitado.
El lunes 30/01, los congresistas acordaron volver a someter a votación la propuesta de Boluarte para realizar elecciones este año, pero los aparentes opuestos esgrimen diferentes razones, aunque un mismo objetivo común. La derecha extrema sostiene que debe esperarse —en principio al 2026, y ahora, al 2024—, para “organizar” las elecciones. Y la izquierda extrema aceptaría hacerlas en 2023, si se incluye una consulta ciudadana a propósito de una asamblea constituyente que redacte una nueva Constitución.
Paradojalmente, la izquierda también pide la destitución de la presidenta Duarte quien, a su vez, fue electa en junio 2021 en la fórmula con Castillo por una mayoría que sumó la izquierda —que es una minoría electoral, un 17%— más quienes no querían a Keiko Fujimori. ¿Por qué hoy esa izquierda que encabeza la revuelta en las calles —junto a elementos del crimen organizado y algunos grupúsculos que quedarían de Sendero Luminoso— quiere ese escenario acéfalo? Porque asumiría el presidente del Senado peruano quien debería convocar a elecciones cuanto antes, y la ultraizquierda cree que podría imponer su propuesta de asamblea constituyente para reformar la Constitución de 1993 aprobada por Alberto Fujimori. Objetivo coincidente con el primer anuncio oficial de Castillo en julio del 2021, pero que en el presente supone más caos.
El desprestigio de los congresistas peruanos viene de lejos. Hay acusaciones de que algunos legisladores mantienen vínculos con el crimen organizado, incluso hubo propuestas de que legisladores investigados por el Ministerio Público sean apartados de sus funciones. Lo cierto es que parecen actuar de espaldas al país. Una encuesta del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) constata que el 89 por ciento de los peruanos desaprueba el desempeño del Congreso.
La protesta que sacude al Perú es legítima, tiene origen rural y campesino. No tiene nada que ver con el socialismo. Es un grito desgarrador de décadas, o más tiempo aún, contra la exclusión social, económica, cultural y étnica, de carácter endémico. La mayoría que ganó las calles peruanas tiene razón en sus reclamos que han sido desoídos gobierno tras gobierno. Tres de cada cuatro trabajadores peruanos son informales, el 70% en el área urbana, y 9 de cada 10 en zonas rurales, con mayor afectación en mujeres y jóvenes.
No se necesita mucha perspicacia para comparar la situación que se vive en las calles de Perú hoy con lo ocurrido en octubre de 2019 en su vecino Chile, donde minorías digitadas —las autoridades chilenas deportaron a sus países de origen a por lo menos 30 cubanos y nueve venezolanos participantes en los desmanes— se sobrepusieron a legítimas manifestaciones pacíficas protagonizadas por millones de chilenos, transformándolas en saqueos, desmanes, incendios y cuantiosas pérdidas para la economía de ese país. El saldo más grave fueron 23 muertos según Fiscalía de Chile; 3.443 personas heridas según cifras del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), aunque el Ministerio de Salud dio cuenta de 11.180 heridos y 359 personas con trauma ocular
Evaluaciones de aquella época situaron en 3.000 millones de dólares las pérdidas ocasionadas al patrimonio público y privado de Chile, sin contabilizarse el destrozo completo del metro de Santiago, el más moderno de Latinoamérica. Nicolás Maduro decía entonces que el “levantamiento del pueblo de Chile” es una “oportunidad para toda América Latina (…) Chile está escribiendo páginas de gloria en la historia en este año 2019, no se nos olvidará este año, porque ha sido el año del despertar de Chile y si Chile despierta, toda América Latina despierta”.
Hoy en Perú el Gobierno está desbordado como lo estaría cualquier otro gobierno ante un estallido como el que tiene lugar en ese país. La escasa representatividad de Buluarte, incrementada por haber quedado colgada del pincel gracias a sus partidarios, debió haberla conducido al diálogo no bien sustituyó a Castillo. Defiende el estado de derecho, es cierto, pero cuando esa necesidad se apoya unilateralmente en la represión sobrevienen las muertes que hoy preocupan a la comunidad internacional y llevan a la OEA a expresar su preocupación por los excesos policiales. La postura de los gobiernos de Argentina, Bolivia, Colombia y México ante la grave crisis peruana, no apuntó a defender el estado de derecho adjudicándole a Castillo la condición de víctima, cuando en realidad el maestro rural y sindicalista peruano intentó atacar a la institucionalidad de su país.
El sistema político peruano es el más desprestigiado de la región según la encuesta de Ipsos: el 69% de los peruanos lo percibe como una clase despreocupada por el país. Varios expresidentes han sido investigados por corrupción, otro pagó cárcel por lo mismo; otro fugado del territorio nacional; e incluso hasta se suicidó uno, Alan García, antes de ser procesado por hechos de corrupción. Desde 2018 seis presidentes se han sucedido en el poder, pasaron 15 primeros ministros y centenares de ministros.
Castillo dos años antes sorpresivamente sumó el apoyo de sectores campesinos y de las regiones tradicionalmente desconocidas por Lima y principales centros urbanos con lo que logró imponerse por escaso margen en la segunda vuelta de junio de 2021 a la también procesada Keiko Fujimori, investigada por el caso Odebrecht. Era un símbolo para la mitad de los peruanos.
Cinco gabinetes diferentes y 78 ministros en menos de un año; denuncias e investigaciones judiciales contra integrantes de sus entornos político y familiar por tema de corrupción, notoria; y admitida impericia para gobernar—”estoy aprendiendo (…) el Perú va a seguir siendo mi escuela”, le confesó en enero 2022 al periodista mexicana Fernando del Rincón, de CNN— sumado a un mínimo apoyo partidario en el Congreso, llevaron a lo que se veía venir en forma de destitución por “permanente incapacidad moral”— figura constitucional que ya despojó de la presidencia a dos exmandatarios en el último lustro— como se intentó en más de una oportunidad durante su mandato, y llamado a nuevas elecciones.
De acuerdo a la encuesta del IEP, el 73 por ciento de los peruanos quieren elecciones en el 2023. La OEA exhorta a que Perú convoque cuanto antes a elecciones generales.