Doña Paulina a sus ochenta años sigue bajando al río Ovejas o al Río Cauca a buscar oro entre la arena, como lo hacían sus tatarabuelos, los esclavos descendientes de africanos que se refugiaron en 1636 en lo que hoy se llama el corregimiento La Toma, en el municipio de Suárez, Cauca. Los más jóvenes le ayudan a sacar la arena del río, pero luego ella misma, con la poca vista que le queda, remueve las pepitas de oro.
La minería ancestral es un goce, describe Marilyn Machado, una de las 80 mujeres valientes que permaneció 22 días en la fría Bogotá hasta llegar a acuerdos con el gobierno el 11 de noviembre. El ritmo de la minería de los ancestros lo da el mismo río. Tiene que ser época seca para que se haga una veta, el cierre de la circulación de agua en una orilla del río. Luego, con sogas, se retiran las piedras más grandes. Abajo queda la arena en la que está escondido el oro. Cien o ciento cincuenta personas hacen el trabajo juntas y lavan el mineral en el río. Es un trabajo colaborativo, no de competencia. Nada de mercurio. Luego, cuando el río crece, otra vez corre por ese pedazo abierto transitoriamente. Todo queda igual.
Las mujeres también son mineras. Con la batea, el almocafre y la pala crían a sus hijos y doña Paulina, a sus bisnietos. En el año 2010, había una orden de desalojo en contra de toda la comunidad de La Toma. La razón es que el gobierno le entregó títulos mineros en ese territorio a un señor Sarria, ajeno a la comunidad. Fue la Corte Constitucional la que intervino y no dejó que sacaran a la comunidad afro a las malas de su territorio, además ordenó que les consultaran actividades mineras ajenas. Su derecho a hacer minería de forma ancestral quedó protegido.
Pero muchos jóvenes ya no quieren bajar al río. Cualquier cosa que se saque así, de forma artesanal parece poco al lado de lo que logran las retroexcavadoras ilegales que han entrado impunemente al territorio. Son aparatos grandes cuya circulación difícilmente pasa desapercibida por las autoridades. Hay sospechas de vínculos de corrupción con sectores militares, silencio cómplice de las guerrillas en donde tienen control y apoyos explícitos de grupos paramilitares, que han amenazado a las comunidades que se oponen a la minería ilegal.
Parece que el tema solo se vuelve público cuando ocurre una tragedia, como el derrumbe que ocurrió en abril en la mina ilegal Agualimpia en la vereda San Antonio, San Andrés de Quilichao que dejó, según registros oficiales, doce muertos, pero gente en la región teme que fueron muchos más. Las comunidades de La Toma calculan que en el Río Ovejas, hay entre 15 y 17 retroexcavadoras. En Buenos Aires, en un solo punto, 26. Todas contaminan el río con mercurio. Las aguas están menguando las poblaciones de peces y generando enfermedades a los habitantes. En especial, dermatológicas a los niños y ginecológicas a las mujeres.
Con las retroexcavadoras, también se han instalado los prostíbulos. Mujeres de todas las edades, entre ellas menores, ahora se ganan la vida entre ellos. Para Marilyn, esta es una forma de violencia contra las mujeres, porque así lo hagan de forma voluntaria, están en las peores condiciones posibles y expuestas a los abusos de los mineros.
Por eso es que mujeres de La Toma, impulsadas por doña Paulina, decidieron llegar a Bogotá. No porque estemos en contra de la minería, sino porque amamos nuestro territorio, explica Marilyn. Y porque están cansadas de que a pesar de que la Corte Constitucional les haya dado la razón y de que ya habían firmado dos acuerdos con el gobierno, la situación solo tiende a empeorar. Así fue como al grupo que salió de la Toma el 18 de noviembre se le unieron mujeres negras de todo el norte del Cauca, hasta ser alrededor de ochenta.
Decidimos caminar y cantar, y no sentir miedo porque sabemos que es más la gente buena, anunciaron. Por el camino, les contaron a los transeúntes lo que les está pasando e hicieron alianzas con ciudadanos de todo el país. Así es como caminaron desde el retén de la entrada a Cali hasta la Universidad del Valle y de ahí a la Universidad Icesi en el sur de Cali. También de la Plaza de San Francisco hasta el distrito de Agua Blanca acompañadas por las Mujeres del Chontaduro.
Andar las calles les disipó el temor de estar denunciando la minería ilegal, que tiene intereses poderosos detrás. Yo tenía mucha tembladera al comienzo pero se me pasó cuando empezamos a arengar, decía una. Su compañera añade que tenía miedo por la inseguridad de andar por las calles con tanto carro y moto loca pero la guardia cimarrona supo cómo organizarnos. Remata otra, que lo que a mí me tenía con susto era que llegaran los policías, esos que se ponen cascos y andan con escudos y garrotes para quitarnos los alimentos o llevarnos presas como una ve que pasan por televisión.
Cuando vio que era en serio, el gobierno les mandó razón de que delegaran una pequeña comisión para hablar con ella. Pero las mujeres no aceptaron. Necesitaban estar juntas para apoyarse, hacerse masajes en los pies de tantas caminatas y darse alientos frente a los temores que fueron menguando por el apoyo de gente como el de las mujeres corteras de caña que las recibieron con música en el Parque Simón Bolívar en Palmira y por la parada en el señor de los Milagros de Buga en donde pidieron por sus familias y sus cuerpos. Eso sin contar los apoyos en redes sociales.
No caminaban solas. Algunas llevaban sus niños o sus hijos más grandes. Los hombres las protegían con la Guardia Cimarrona. Marchando con sus turbantes por Tuluá, Armenia, Cajamarca, Ibagué, Fusagasugá y Bogotá, proclamaban por donde pasaban: Queremos no sentir temor de caminar en nuestros caminos, queremos no tener que escondernos para meternos al río, por temor que nos quite la vida alguna bala, queremos que salgan la retroexcavadoras del Cauca, que sean derogados los títulos concedidos porque no tienen consulta previa, queremos vivir sin el miedo al que nos obligan los dueños de las máquinas que nos mandan notas avisándonos que saben a que horas salen del colegio nuestras hijas, nuestros hijos.
En la mayoría de sus marchas las trataron con respeto, menos en Cajamarca, donde la fuerza pública al parecer nunca había tenido que tratar a mujeres negras y no supo expresarse sin formas discriminatorias como “gente rara”, “niches” o “grupos especiales”. Para las mujeres tenía una gran importancia hacer una parada en el municipio en donde la Anglo Gold Ashanti proyecta una de las minas a cielo abierto más grande de oro del mundo.
Llegaron a la fría Bogotá. Tuvieron un diálogo con la Corte Constitucional y otro con varios ministerios el jueves 27 de diciembre, en La Giralda, la casa colonial detrás de Palacio de Nariño que es sede del Ministerio del Interior. Como no encontraron eco en el gobierno para responder a sus exigencias, se declararon en Asamblea Permanente y 16 mujeres no volvieron a salir hasta el siguiente lunes. La viceministra también afrocolombiana, Carmen Inés Vásquez, volvió tangible la dureza con la que el gobierno se ha relacionado con los pueblos negros del Norte del Cauca. No autorizó la entrada de cobijas.
Y la mayor paradoja: las mujeres cuyo territorio está invadido por monstruosas máquinas e intimidaciones de grupos armados fueron señaladas de poner en riesgo la zona presidencial en el centro de Bogotá. La amenaza de que vendría la fuerza pública a sacarlas era una constante. También había rumores de que no dejaban entrar cobijas porque eran materia de combustión. Mientras tanto, las mujeres enviaban mensajes por teléfono a sus aliados en Bogotá: nos estamos muriendo de frío.
Solo hasta el domingo, funcionarios frescos y descansados llegaron a hablar con las mujeres agotadas. Varias tenían mucha tos y una de ellas tuvo que ser hospitalizada por deshidratación. Con la presión pscicológica de que las sacarían como fuera de ahí así no hubiera acuerdos, y el temor de que tanto esfuerzo fuera en vano, las mujeres lograron estar fuertes hasta las cuatro de la mañana y lograr el compromiso de sentarse en una mesa a discutir sus exigencias con el gobierno. El este espacio, contaron con el acompañamiento permanente de un grupo de garantes que fueron tres congresistas: Iván Cepeda, Luis Evelis Andrade y Alberto Castilla. Apoyando siempre el diálogo estuvo el Padre Francisco de Roux.
Con altibajos transcurrieron los diálogos a lo largo de una semana y media con funcionarios de los ministerios de ambiente, defensa, minas y del interior, entre otros. A veces no llegaban las personas con capacidad de tomar decisiones oficiales. El Ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, nunca se apareció por las negociaciones, pero sí firmó el acta de acuerdos, que fue leída entre las mujeres y el gobierno el jueves 11 de diciembre en un hotel en el Centro de Bogotá.
Entre los acuerdos figuran el compromiso de la Defensoría del Pueblo y de la Oficina de Derechos Humanos de la ONU de definir cómo debe aplicarse la consulta previa y el consentimiento de las comunidades frente a la entrega de títulos mineros en territorios étnicos. Además, los diferentes ministerios tendrán que hacer una comisión para identificar los daños a la salud, los ambientales, los sociales y otros generados por la minería ilegal y las formas de repararlos. El gobierno prometió erradicar la minería ilegal de forma integral, lo que incluye acciones policivas, protección a las comunidades de los intereses ilegales que hay detrás y acciones judiciales cuando sea necesario.
Al final de la firma no hubo júbilo por parte de las mujeres. Yo no estoy feliz, estoy preocupada, expresó la líder Francia Márquez. Desde que salió a marchar, ha recibido nuevas amenazas, incluso contra sus hijos. La Defensoría del Pueblo advirtió que la protección a las valientes mujeres tiene que ser rápida, antes de que las instituciones entren en el letargo navideño, porque la guerra en territorio no da tregua. La protección inmediata está en manos de Andrés Villamizar, director de la Unidad Nacional de Protección.
Esto es el comienzo, dice Marilyn. Para Ana Bautista, quien acompañó todo el proceso como parte del equipo de Iván Cepeda, las mujeres decidieron volver a pactar con el gobierno, a pesar de incumplimientos continuos. En palabras de Ana: acompañadas de Eleggua, que es el orisha encargado de abrir y cerrar los caminos, y de la guardia cimarrona, las mujeres del norte del Cauca construyen otra forma de ejercicio del poder, movido por la defensa de la vida. El gobierno debe mostrar ahora cómo honra sus compromisos. Mientras tanto, las mujeres invitan a todo el país a acompañarlas y a apoyar que ellas y sus familias puedan seguir viviendo en paz en su territorio.