Hace dos semanas supe del asesinato de Hugo Giraldo en el Cauca, más específicamente en la región del Naya. A él me lo crucé en distintos momentos, era un hombre mayor que hablaba con entereza sobre su región y su gente, y que dedicó muchos años de su vida a la lucha por su tierra y por sus comunidades.
La vida de don Hugo es una de tantas que han entregado los líderes comunitarios del país y del Cauca. Un total de 95 asesinatos a líderes comunitarios han ocurrido en 2020, según información revelada por el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (INDEPAZ), de ellos 19 han ocurrido durante el aislamiento que el gobierno determinó para reducir la propagación del COVID-19.
Las cifras muestran claramente cómo el aislamiento obligado por el gobierno se refuerza con el control territorial y social ejercido por los actores armados en las regiones, algo que siempre han hecho y que ahora las condiciones generadas por la pandemia parecen favorecerles en su intención de dominio armado y de terror. Es así como viejas amenazas se materializan en asesinatos que realizan con las facilidades del encierro y del aislamiento en el que se encuentran los líderes sociales y defensores de derechos humanos. Si las manos que portan las armas ilegales y roban vidas no son vistas en “tiempos normales”, mucho menos lo son ahora.
Los líderes, confinados en la soledad de sus viviendas y muchos sin medidas de protección, se han convertido en presa fácil para quienes siempre los han perseguido y amenazado.
Para las comunidades rurales y más apartadas, el temor del coronavirus se refuerza por el horror que generan los actores armados. Las comunidades que repudian la guerra y, un día hace algunos años, vieron la paz como una posibilidad, poco a poco han desdibujado su esperanza y han visto la paz dando pasos atrás mientras la violencia vuelve a tomar espacio en sus regiones.
El derecho a la vida sigue estando amenazado, por el coronavirus como una pandemia que amenaza al mundo entero y por la desatención médica a la que están acostumbrados y que ahora se hace más visible, para el país entero. Pero también, porque quienes se creen dueños del pensamiento, de las convicciones y de los procesos, se creen también dueños de la vida y se la roban a quienes no piensan como ellos, a quienes tienen convicciones distintas y lideran procesos en defensa de los derechos humanos, de la tierra, de la organización comunitaria, de la justicia y de la democracia.
Esta situación inaudita, de por sí se vuelve más incomprensible e injustificable cuando el gobierno del Fondo para la Paz usa dinero para mejorar la imagen del presidente y del gobierno. Ahora más que nunca esos 3.350 millones de pesos son un recurso de gran valía para cuidar las semillas de paz que se han sembrado y que luchan por prosperar en medio de la nueva violencia.