Ninguna profecía, poder divino o atribución de derecho histórico es válida para que los judíos en medio de la diáspora se reincorporen a la mítica Tierra de Israel y establezcan allí un Estado nacional. Inclusive si se alude al antisemitismo que en la segunda mitad del siglo XIX privó en Europa a los judíos de derechos políticos y civiles o los conocidos pogromos en la Rusia Zarista. Ambos casos hacen parte de la construcción discursiva que el sionismo político empleó para dar una solución a la cuestión judía, en medio del fuerte nacionalismo de dicha centuria.
En la declaración de independencia de Israel, radicada el 14 de mayo de 1948, figura por ejemplo que:
“Luego de haber sido exiliado por la fuerza de su tierra, el pueblo le guardó fidelidad durante toda su Dispersión y jamás cesó de orar y esperar su retorno a ella para la restauración de su libertad política. Impulsados por este histórico y tradicional vínculo, los judíos procuraron en cada generación reestablecerse en su patria ancestral”.
El sionismo como proyecto modernizador y secularizante del judaísmo transformó la idea tradicional de la Tierra Prometida de un anhelo espiritual y metafísico por la redención, que no implicaba la conexión de un grupo religioso con un centro sagrado, a modernos derechos de propiedad sobre dicha tierra. Es decir, para la mayoría de los judíos existe una conexión simbólica y distante respecto a Israel, liberada de una completa dependencia de la corporalidad en Tierra Santa.
Inclusive el hecho de apresurar la redención mesiánica se considera una transgresión severamente castigada en el judaísmo y que se expresa en el talmud y sus tres juramentos: no entrar en masa y de una manera organizada en la Tierra Prometida (aún con apoyo de las naciones), el pueblo judío no debe rebelarse contra las naciones y estas no deben dominar con exceso al pueblo. Por el contrario, se otorga el derecho a establecerse de manera individual, con el fin de evitar un exilio mucho mayor por los pecados que los judíos puedan cometer en Israel.
La idea del retorno realizada por medios políticos en contra de la tradición judía, que no posee ningún programa de un supuesto gobierno judío en la Tierra de Israel, se evidencia en la escasa intención de emigrar en masa a Israel antes del sionismo, que además demuestra que la singularidad del pueblo judío no es la Kipá, el himno de Israel o el hebreo moderno, sino la capacidad y la conocida duración de la existencia de los judíos en medio del exilio durante siglos, privados de unidad territorial y política.
Por eso es falso considerar que los judíos intentaron establecerse allí en cada generación y como prueba tenemos la baja población de judíos a comienzos del siglo XX en el Mandato Británico de Palestina, a pesar de no tener prohibiciones para habitar la región. Prohibiciones que sí fueron realizadas posteriormente cuando los judíos asquenazís de la Europa del Este y bajo la influencia del socialismo, intentaron por medios hostiles (la Haganá) consolidar la supuesta aspiración de las masas judías por tener la propiedad colectiva de una “patria nacional.” Este sionismo agresivo y maximalista, es tanto distinto a la diplomacia utilizada por Theodor Herzl en el último tercio del siglo XIX.
Ser judío implica un estrecho cumplimiento con los mandamientos de la Torá, entregados por Dios en el Sinaí, y contrario a lo que mencionan los sionistas, lo que verdaderamente hace a los judíos un pueblo es el judaísmo. Ello no implica una superioridad intrínseca ni privilegios especiales respecto a otra población como la árabe, que ha llevado a convertir una tierra extranjera, en una antigua patria judía que una vez fue propiedad de sus mitológicos antepasados.