La basura y la tragedia, el desarraigo y la violencia, el abandono y la inocencia, confluyen, con olvido y sangre, en esta narración. Con esa mala costumbre noventera, ochentera, setentera, mejor dicho, histórica, de asesinar gente en la total indefensión, de ignominiosa forma, las sombras de la noche, noctámbulas de la intolerante muerte, halaron su gatillo, niquelado y caliente, hacia María Rosalba Álvarez Monje, Carlos Serna y otros cuatro habitantes de la calle que dormían inermes en el atrio de la capillita sencilla del viejo Hospital de Girardot ubicado en el Barrio La estación. Fue ese lugar, un 24 de junio de 1992, el panóptico perfecto, el escenario sangriento, para que la comunidad observara la coagulada espesura roja gravitando y circulando entre los escalones y los cuerpos. Nos mataron 5 personas y nadie oyó, nadie vio, nadie habló, nadie gritó, muchos aplaudieron. El sexto sobrevivió y de él, nadie sabe, ni él mismo, ni nosotros, se perdió, junto a sus acribillados compañeros de calle, en el marasmo de la indiferencia de este municipio portuario que ni siquiera tiene el valor moral y civil de recordarlos.
Con la parafernalia de siempre, todos reaccionaron: el alcalde, por entonces Rodolfo Serrano Monroy, quien quiso gobernar en cuerpo ajeno de nuevo este emporio de olvido llamado Girardot a través de su señora esposa, convocó Consejo de Seguridad extraordinario, rechazó públicamente la masacre, ordenó encontrar cuanto antes a los responsables y prometió ríos de miel para combatir la “indigencia”. El que mucho abarca, poco aprieta.
Como se descubrió que varios de los asesinados provenían de otros pueblos o ciudades de Colombia, algún segregador social de la época propuso, entre el descaro y la inutilidad práctica, enviar a su lugar de origen a todo habitante de la calle que no fuera de nuestro terruño. ¡Terrible!
Pero eso no empezó, ni terminó ahí. La oleada de asesinatos selectivos contra habitantes de calle en Girardot inició, aparentemente, en 1990 con el homicidio de “Patecumbia”, un niño de tan solo 12 años que deambulaba en la total vulnerabilidad por las calles de la ciudad de las Acacias y que al momento de recibir las balas se abrazó a otra mujer que compartía corredor con él en cercanías a la Plaza de Mercado. En aquel acto murieron tres personas.
Las cifras de asesinatos, de acuerdo a los diarios de la época que cubrían estas noticias, y aunque en realidad puedan ser menos, oscilan de 50 a 90 habitantes de la calle asesinados entre 1990 y 1992: una verídica masacre de baja intensidad. ¡Y ni un condenado por estos hechos!
Y como si la carnicería no fuera suficiente, Norvey Díaz Cardona, periodista de Radio Colina, fundador y director de “Rodando los barrios”, fue asesinado en 1996 después de casi seis años de amenazas, sufragios y coronas fúnebres allegadas a su casa desde septiembre de 1990, año en que emprendió decidida y ácidamente las denuncias de los asesinatos de personas consideradas por la institucionalidad como “drogadictos, gamines y recicladores de cartón y papel” y también “ancianos abandonados y orates” a manos de un grupo autodenominado como “Muerte a ladrones y basuqueros” cuyo logotipo era una mano negra. Norvey implicó a varios policías en los hechos (posiblemente con los alias de Tarzán y Superman) en 1990, siendo exonerados éstos poco después y posteriormente, según denunció el propio Norvey, asesinados varios de los testigos dentro del proceso que actualmente tiene el número 7114 y está a cargo de la Fiscalía Seccional de Girardot. Al valiente periodista que iniciaba sus emisiones radiales con un “grave, grave el problema, gravísimo el problema, la cosa esta jodida”, fue ultimado en “extrañas circunstancias” en un paraje cerca a Girardot el 18 de octubre de 1996.
En el año 2016 el homicidio de Norvey prescribió. La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su informe del año 2005 asoció la muerte de Norvey al cubrimiento que este hizo de las “actuaciones de organismos de seguridad violatorias de derechos humanos” y de “narcotráfico”. La Fundación para la Libertad de Prensa en varias declaraciones públicas exigió justicia en el caso pero el expediente durmió el sueño de los justos en las instalaciones de la Fiscalía General y ya no sabremos, por lo menos judicialmente, que pasó. Lamentable.
La impunidad ganó en este caso a pesar, incluso, del seguimiento a las recomendaciones que en sus Informes de País hizo la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, quién en el Informe de 2016 reiteró “su preocupación frente a la prescripción de la acción penal para investigar y sancionar los homicidios de periodistas”.
Llegará el día en que nos recordemos como lo que somos: unos olvidadizos, unos desmemoriados. Porque eso que les hicieron a esas personas merece más que el extravío en el cual andamos, merece, en primer lugar, hacer un mínimo de justicia contra los hacedores de esas muertes, un máximo de verdad sobre los hechos de esas madrugadas fatídicas de desolación y una política pública municipal de acompañamiento multidimensional para que los habitantes de la calle superen su actual estado y se corrijan las inequidades estructurales que arrastran seres humanos a la extrema pobreza. Mejorar la calidad de vida de los y las nadies que como diría Eduardo Galeano “valen menos que la bala que los mata” y que pululan distraídos en nuestro mundo turístico de discotecas y piscinas, y que aún hoy siguen siendo asesinados extrajudicialmente, es la mejor manera de recordar aquellos que ofrendaron, sin querer, su vida mientras trochaban el camino de la indigencia con sola la inocencia y un par de cartones en sus costales.
El Gobernador de Cundinamarca del momento, señor Jaime Aguilera Blanco y el Comandante (e) de Policía, señor Raúl Suarez Gutierrez, desmintieron la existencia de una fosa común y la existencia de un escuadrón de la muerte para asesinar habitantes de calle en la ciudad de Girardot. ¿Alguna vez esto se verificó, se corroboró? Al parecer, no.
Gracias a Carlos Mario Perea Restrepo, al Centro Nacional de Memoria Histórica y al IEPRI de la Universidad Nacional de Colombia, quienes con su libro Limpieza Social. Una violencia mal nombrada inspiraron esta investigación que es un ejercicio doloroso pero necesario de memoria que debe hacer la ciudad que me vio nacer.
Igualmente gracias al archivo del diario El Tiempo que cubrió durante esos años lo que sucedía en Girardot y que se erigió, en esta investigación, en una importante fuente de consulta.
Esta historia continuará.