“Las máquinas están hablando mejor español que las personas”: Cleóbulo Sabogal

“Las máquinas están hablando mejor español que las personas”: Cleóbulo Sabogal

El consultor de la Academia Colombiana de la Lengua dice que no leería una novela procesada por inteligencia artificial, y que no confía en el Chat GPT de corrección

Por: Ricardo Rondón Chamorro
mayo 01, 2023
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“Las máquinas están hablando mejor español que las personas”: Cleóbulo Sabogal

Quien no lo haya visto de cuerpo presente, se lo imaginará entrado en años, poblado de canas, el rostro cetrino surcado de arrugas, unos ojillos inquisitivos de roedor de biblioteca, protegidos por unos anteojos gruesos como culos de botella, apoltronado en su oficina en medio de arrumes de mamotretos, incunables y periódicos amarillentos, picados por el tenebroso ácaro de la sarna; retrato sombrío similar al del recordado Godofredo Cínico Caspa de Jaime Garzón, pero no.

Cleóbulo Sabogal Cárdenas, el suspicaz y diligente custodio del idioma, es un hombre relativamente joven, sin una hebra plateada que delate vejez, con más aires de notario municipal, secretario de juzgado o cajero de banco.

-¿Qué se echa que no le salen canas?-, le pregunto.

-Me echo a dormir temprano, porque soy muy malo para trasnochar-, responde con un veloz lance sarcástico.

En la puerta de su oficina, a la que se llega luego de atravesar un largo, entapetado y melancólico vestíbulo –como el corredor del tenebroso hotel donde, a órdenes de Stanley Kubrick, Jack Nicholson perseguía enloquecido a su familia con un hacha en El Resplandor, 1980)-, hay una inscripción que dice: Sala Rafael Maya. Oficina de información. Comisión de vocabulario técnico.

Íngrimo, en ese amplio salón, el profesor Sabogal está próximo a cumplir veinticinco años como consultor  del buen uso del castellano para Colombia, no rodeado de incunables y mamotretos salpicados de cagarrutas de bichos endémicos, sino de muchos diccionarios, más de cuarenta, de remotos tiempos y actualizados, dispuestos en su vitrina personal y en su escritorio, con un orden y una simetría de neurótico irremediable.

A vuelo de pájaro tomamos nota de algunos de las decenas de títulos que lo acompañan en su rutina diaria, sin contar los que tiene en casa: el Diccionario del Español Actual. El Manual de Estilo de la Lengua Española. El Nuevo Diccionario de Dudas y Dificultades de la Lengua Española. El Diccionario Panhispánico de Dudas. Los seis tomos del Atlas Lingüístico Etnográfico de Colombia. El Diccionario Manual e Ilustrado de la Lengua Española. El Diccionario de Gentilicios de Colombia. El Diccionario de Expresiones Extranjeras. El Diccionario de Bibliología y Ciencias Afines. El Diccionario para la Enseñanza de la Lengua Española (de la Universidad Alcalá de Henares). La quinta edición del Manual de Estilo de la Lengua Española. El Manual de Estilo Chicago.  Y pare de contar.

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El académico se dejó deslumbrar en el colegio con el pequeño Larousse

Filósofo

Esa obsesión por los diccionarios del profesor Sabogal se remite a su infancia, en Cunday (Tolima), cuando llegó a sus manos el Pequeño Larousse que exigía la lista de útiles escolares, y de ahí en adelante en el Seminario Mayor de la capital tolimense que le concedió el título de bachiller.

Embebido por la belleza inalcanzable de las potestades celestiales y la quintaesencia de la fe católica, y aterrorizado ante los pecados del mundo y las trémulas debilidades de la carne, entre relicarios y devocionarios, cursos de latín y griego, y Las Confesiones, de San Agustín de Hipona, el buen Cleóbulo, con todos los ardores de la adolescencia, soñó lucir los ornamentos sacerdotales y cursó la carrera completa en el Seminario Mayor de Ibagué.

Si no se ordenó, como lo instruye y legitima la Iglesia, fue porque cuando prestaba sus labores, ya con ministerios en la parroquia del municipio tolimense de Santa Isabel, muy a su pesar se dio cuenta de que la del sacerdocio no era su vocación. Así que claudicó en su intento.

A escasos meses de llegar a Bogotá, el 18 de agosto de1998, tuvo la fortuna de emplearse como jefe de información y divulgación de la Academia Colombiana de la Lengua, y para complementar estudios y conocimientos en aras de la responsabilidad de su nuevo cargo, cursó una licenciatura en Filosofía y Letras, en la Universidad de la Salle.

De ese año, a la fecha, el profesor Cleóbulo Sabogal es el encargado de dilucidar y responder a cualquier tipo de dudas de profesionales de diferentes áreas: abogados, catedráticos, publicistas, correctores de estilo, señoras de entre casa empeñadas en embolatar el tedio llenando crucigramas,  y, vaya paradoja, muy  de vez en cuando, uno que otro periodista o comunicador social.

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El profesor Sabogal, rodeado de diccionarios, en su oficina de consultas, sala Rafael Maya

500.000 palabras

Sabogal se duele de cómo se maltrata el idioma, sobre todo en los medios de comunicación, cuando se da a la tarea de cazar gazapos. Dice, que de las más de quinientas mil palabras que en promedio ostenta el castellano, un colombiano raso -que puede ser un cargaladrillos-, no alcanza a manejar cinco mil.

“Hay considerable descuido y negligencia en el uso de la palabra. Las alocuciones en radio y televisión, sobre todo en las secciones de entretenimiento y farándula, están plagadas de yerros. Ni hablar de periódicos y otras publicaciones, la mayoría empedradas de errores”, añade Sabogal Cárdenas.

Parte de ese descuido, aduce el filósofo y lingüista, tiene que ver con que no hay el mismo rigor de enseñanza de gramática y ortografía de otros tiempos: “Ya no se exige en los colegios la Gramática de don Andrés Bello, o la Gramática Latina de Rufino José Cuervo y Miguel Antonio Caro. Menos el Tratado de Ortología y Ortografía, de José Manuel Marroquín. A la gente ya no le importa hablar bien, sino que se le entienda”, agrega Sabogal.

Tercio entonces para compartirle al consultor de la Academia Colombiana de la Lengua las reflexiones del escritor vallecaucano Gustavo Álvarez Gardeazábal, a propósito del despiadado maltrato que se le da en estos tiempos al idioma que heredamos de Castilla, en el hablar cotidiano, ni se diga en las redes sociales:

“(…) El idioma español tiene cerca de 500.000 palabras. En el libro Don Quijote, Cervantes usó 22.939 palabras diferentes. En una conversación entre dos profesionales pensionados se usan más de 3.200 palabras. Una canción de reguetón tiene, en promedio, 30 palabras. La mayoría de los jóvenes de la actual generación se comunican con 300 palabras (de estas, 78 son groserías y 37 emoticones). Ya se pueden imaginar el nivel de comprensión de lectura y pensamiento crítico que poseen.

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En su juventud, Sabogal colgó los hábitos sacerdotales para consagrarse al estudio del idioma

La generación de ahora no habla, garrapatea en su pantalla para comunicarse por wasap o por correo electrónico. En sus colegios no les enseñan redacción. Ellos se las inventan con tal de no hablar. Prefieren el texto escrito como si sufrieran sordera, pero la verdad es que, como andan con audífonos oyendo música, lo que han suprimido no es la audición sino la lengua. Y cuando se quitan esos aparatos que los vuelven zombies, hablan con una absoluta escasez de lenguaje.

Hace unos días, en una sala de espera de un aeropuerto, tuve que oír una charla entre dos milenials, bien vestidos y arrogantes (al subirme al avión vi que iban en primera clase), y en veintidós minutos de espera dijeron 138 veces entre los dos marica y huevón como estribillos de un vallenato mal cantado (…)”.

Me afianzo en la reflexión de Gardeazábal para indagarle al maestro Sabogal sobre las nuevas jergas que imponen los jóvenes. Tomo aire para soltarle un terminacho que al ortógrafo en cuestión le podría incendiar las mejillas.

-¿Sabía usted, profesor, que la muchachada toma por abreviatura de gonorrea -con la que a diario se tratan- el barbarismo nea

“Pues no me extraña, porque las jergas no son de ahora sino de siempre. Y los jóvenes se apropian de vocablos para comunicarse. Pero no es para asombrarse ni para sufrir por eso.

-¿Vamos de mal en peor en el maltrato del lenguaje?

“Eso es relativo y sucede en cualquier país, España, México, Argentina, Colombia. En todas partes se habla mal o se habla bien, ya que siempre habrá personas que se preocupan por hablar y escribir bien, y otras que no les interesan y se las arreglan para comunicarse como mejor les parezca”.

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Cleóbulo junto al bronce de Cervantes, del escultor Juan de Ávalos Taborda

-¿Sigue siendo Bogotá la ciudad donde mejor se habla el español, dicho por los mismos españoles?

“En realidad, no hay un lugar en el que se pueda decir que se habla o se escribe el mejor idioma. Hace años lo dejó muy claro el Instituto Cervantes de España. Primero, en una de sus obras: Las 500 Preguntas más Frecuentes del Español. Si a un español le preguntan dónde hablan el mejor español, él seguramente no va a decir que en Buenos Aires, en Caracas, en Quito, Montevideo o Bogotá, sino en Valladolid. Pero no se puede desconocer que Colombia fue cuna de grandes filólogos y maestros de la oratoria como Rufino José Cuervo”.

-¿Son más notorias hoy en día las faltas de ortografía que antes?

“Sí, porque no hay una preocupación constante al respecto, ni de los educadores ni de los educandos. En épocas pasadas, era de rigor en el pensum incentivar en la claridad del lenguaje, en la precisión de sus normas gramaticales, de ortografía y de sintaxis. Eso se ha perdido considerablemente. Por ejemplo, un libro que se publicó hace cuarenta y cinco años, Ortografía y Ciencia del Lenguaje, del profesor español José Polo, que se aplicaba en los primeros años de estudio, desapareció como por encanto”.

-¿Con la impetuosa evolución con que viene trascendido la inteligencia artificial, ¿cree que los correctores de estilo estarían en riesgo de desaparecer?

“Sería insensato adelantarme a esa irremediable pérdida, pero la Real Academia de la Lengua Española viene trabajando en un programa que se llama LEIA (Lengua, Español e Inteligencia Artificial) para perfeccionar el idioma, partiendo del hecho de que las máquinas están hablando mejor español que las personas. Esa alianza para el buen uso del idioma y la redacción de textos la están desarrollando con Amazon, Microsoft y Google. De modo que amanecerá y veremos… Pero sí se puede advertir que muchos correctores de estilo de carne y hueso están condenados a desaparecer por su mala preparación y por su desconocimiento del idioma, que es la herramienta esencial de su trabajo”.

-¿Leería una novela procesada por inteligencia artificial?

“No señor. De hecho no leo novelas. Me concentro en los libros que tienen que ver con el buen uso del idioma”.

-¿Tampoco confía en el chat GPT de corrección?

“Menos. Es como confiarse en los de Whatsaap. Me ha ocurrido que cuando saludo a una amiga periodista que se llama Panchita, a ella le sale panochita”.

-Y, el solo, ¿con tilde o sin tilde?

“El Diccionario Panhispánico ha cambiado la norma: debe escribirse con tilde opcional, cuando hay casos de ambigüedad. Ejemplo: almuerzo sólo a las tres. Si hay compañía, no va tilde”

-¿Qué libros de interés general recomienda para no cometer esas faltas de ortografía tan frecuentes?

“Recomiendo tres libros: El Buen Uso del Español, de la Real Academia de la Lengua. El Libro de Estilo, también de la Real Academia y Las 100 Dudas Más Frecuentes del Español, del Instituto Cervantes”.

-De los más de cuarenta diccionarios que tiene en su biblioteca y maneja en su escritorio, ¿qué nuevas adquisiciones ha hecho?

“La III Crónica de la Lengua Española 2022-2023, que justamente fue presentada en el reciente Congreso Internacional de la Lengua Española, que se celebró en Cádiz, compilación de artículos, crónicas, modismos, refranes, ponencias y avances de las obras. También la nueva edición del Diccionario Panhispánico de Dudas, edición del congreso de Cádiz, y el Diccionario Histórico de la Morfología del Español”.

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En el portal de la academia que custodia el expresidente, filólogo, escritor y humanista Miguel Antonio Caro

Devoto

Sabogal Cárdenas recibe en su escritorio un promedio de cuarenta consultas telefónicas y por correo electrónico, no más de veinte. No lee otro asunto que no tenga que ver con el lenguaje en todos sus niveles. Para él no hay palabras bonitas o feas. “Para mí las palabras son significativas, dicientes, pero no más. Tengo que reconocer que me disgustan las palabrotas, es decir, las groserías”.

Aunque no tiene un jefe inmediato y cumple a un horario de empelado público, a Sabogal le desconsuela que, con todos los estudios realizados y las pestañas chamuscadas de tanto consultar y devorar diccionarios, el sueldo que gana no sea el más coherente con su profesión: “La Academia Colombia de la Lengua depende del Ministerio de Educación, y bien se sabe que el presupuesto es escaso”.

Para redondear ganancias, el profesor Cleóbulo Sabogal dicta clases particulares a estudiantes y profesionales, talleres de redacción, gramática y ortografía en las altas cortes y en el Consejo de Estado, esto, para ahorrar e invertir en lo que ha sido su pasión y entrega de toda la vida: diccionarios y manuales de lenguaje que, en su caso, es lo que más le demanda dinero desde su condición de soltero feliz, al borde de los cincuenta años, que no fuma, no bebe, no trasnocha, y los domingos y fiestas de guardar los divide entre lecturas eucarísticas en templos como el de la Sagrada Eucaristía, de Pablo VI, y el del Corpus Christi, en Nicolás de Federmán, amén de almuerzos y onces con sus tías adorables, o en la casa de su mejor amiga, Clara Lucía Delgado, quien fue discípula suya en la Universidad Javeriana.

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Al lado de sus teléfonos de consultoría, las imágenes de su devoción

Cervantes

Cuando se celebra el Día Internacional del Idioma (23 de abril), Sabogal atiende a estudiantes duchos en ortografía y gramática de diferentes colegios, o a personas particulares. Les comparte un tour por los aposentos de la Academia, en especial la biblioteca y el archivo, les habla de la historia de la institución y de las funciones que cumple.

A mediodía, no falta el amigo o la amiga que lo invite a almorzar con una copa de vino por cuenta de don Miguel de Cervantes Saavedra, o de algunos de la pléyade de doctos y eruditos del castellano que abundan en óleos y fotografías en su oficina, con el friso de la Literatura Colombiana, del maestro Luis Alberto Acuña, como telón de fondo.

En esas solemnes paredes, aparecen entre otros: el padre Félix Restrepo, a quien se debe el edificio de estilo neoclásico de la Academia Colombiana de la Lengua, diseñado por el arquitecto español Alfredo Rodríguez Ordaz, que empezó a construirse a mediados de los años 50 y fue terminado a comienzos de los 60. Un retrato al óleo de don Hernando Domínguez Camargo, de los más representativos del parnaso de la Nueva Granada. Otro del venezolano Andrés Bello, junto con Elio Antonio de Nebrija, autor de la Primera Gramática del Español; uno más de Monseñor José Telésforo Paul, miembro de la Academia Colombia de la Lengua, y por supuesto, el del gran Cervantes en tintilla, que un letrado de entreguerras trajo de España en el siglo antepasado, como de la Madre Patria el imponente bronce de don Juan de Ávalos, que custodia la entrada del edificio.

Son las cinco de la tarde y el profesor Cleóbulo Sabogal Cárdenas se despoja de sus cubre mangas de cajero de banco, porque es hora de partir. Se perfila, se pone el saco, y ajusta con parsimonia el nudo Windsor de su corbata. De la solapa pende una medalla del Espíritu Santo.

- ¿Siempre lleva ahí esa medallita?

-Sí, ¿por qué?

- ¿Por agüero?

-Por agüero, no. Porque es la tercera persona de la Santísima Trinidad, y es fuente de conocimiento y sabiduría.

Cruzamos el largo vestíbulo cinematográfico que conecta con las escaleras que conducen al primer piso donde está el paraninfo.

En el antepecho de la Academia Colombiana de la Lengua, justo al borde de la estatua de don Miguel Antonio Caro, Sabogal cruza unas palabras con el señor Uñate, su hombre de confianza, el funcionario que tiene a cargo las llaves y la custodia del recinto sagrado del idioma, el mismo que con los años le transmitirá a sus nietos que fue compañero y amigo de aquel hombre, silente y solitario, que nunca se apenó del nombre griego que con orgullo lo bautizó su padre, y que por encima de todas las riquezas y tentaciones terrenales, amaba los diccionarios.

De salida, aprovecho para tomarle una última fotografía al lado de la estatua de don Miguel Antonio Caro.

- ¿Usted por qué me toma tantas fotografías?, ¿es que va a hacer un álbum conmigo?-, me espeta el académico como mirando a un bicho raro.

-Maestro, usted es todo un personaje. Mis respetos-, concluyo.

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Sabogal con el señor Uñate, encargado de las llaves de la Academia Colombiana de la Lengua

De tintillas y tinteros

-¿Cómo han sido las relaciones con sus padres a partir del nombre con que lo bautizaron?

“Fue una relación de gratitud la que tuve con ellos, porque los dos fallecieron. Sin embargo, agradezco a mi padre el haber escogido este nombre griego, Cleóbulo, que tiene un gran significado y que, al decir de muchos, hago honor a él”.

-¿Por ese nombre fue que decidió en su juventud seguir los caminos del sacerdocio?

“No, el nombre no tuvo nada que ver con mi carrera sacerdotal”.

-¿Qué lo motivó entonces?

“La vocación que desde niño sentí y por la que estuve diez años interno en el Seminario de Ibagué”.

-¿Tiene un diario donde cuenta esta vida y la otra al servicio de Dios?

“Nunca he llevado diarios”.

-Pero con diez años de encierro monástico debe tener muchas cosas que contar...

“Hay un conjunto de anécdotas, tristezas, alegrías y satisfacciones, pero tampoco como para publicar un libro”.

-Cuando se observa al espejo, ¿no le da la leve impresión de que está tomando la sospechosa curvatura de una interrogación?

“Me doy cuenta de que estoy tomando la forma de un signo de exclamación, porque cada vez me admiro más de lo que desconozco”.

-¿En instantes neuróticos lo asaltan tempestades de tildes, apóstrofos y comas?

“No, las tempestades que me asaltan tienen que ver con problemas sintácticos”.

-¿Es usted un obsesionado de la letra H?

“Sí lo soy, porque muchas veces me quedo como una H, es decir, mudo, ante el conocimiento inabarcable de nuestro idioma”.

-¿Cuál es para usted la letra más sensual del alfabeto?

“Podríamos retomar la H, puesto que con ella se escriben muchas interjecciones como hum, huy y hey. Esta última dio nombre a una de las célebres canciones de Julio Iglesias”.

-¿Tiene alguna aversión contra la Ñ?

“En absoluto, porque es una letra indispensable en nuestro idioma”.

-¿Por cuál signo de puntuación siente más simpatía?

“Por la coma, porque es el signo que más usos tiene y el que más se presta a discusión”.

-¿Es verdad que es difícil ingresar a su domicilio por la cantidad de diccionarios y libros de gramática que existen?

“No es verdad, puesto que soy una persona muy organizada y casi todos mis libros están en el estudio de mi apartamento”.

-¿Cuál es el diccionario en español más confiable en este momento?

“Aparte del Diccionario de la Real Academia Española, consulto otros muy importantes como el Diccionario de Uso del Español y el Diccionario del Español Actual”.

-¿Sigue consultando a María Moliner?

“Sí señor, porque es uno de los diccionarios más importantes de nuestra lengua y la editorial Gredos se ha encargado de actualizarlo”.

-¿Los colombianos somos unos malhablados?

“Más que malhablados, diría que hay mucho desconocimiento de nuestro idioma y que lo maltratamos a menudo”.

-¿Tiene por afición cazar gazapos como en su momento lo hizo el profesor Roberto Cadavid Misas, el recordado Argos?

“No tengo esa afición, pero los detecto fácilmente cuando estoy leyendo”.

-¿Cuál es la palabra más extraña que conoce?

“Calipedia, una palabra de origen griego que designa el arte quimérica de procrear hijos hermosos”.

-¿Cuál es el verbo que más conjuga?  

“Leer”.

¿Y del que más rehúye?

“Emperezar, es decir, dejarse dominar por la pereza”.

-¿Es usted un artículo de fe?

“No lo soy, porque los artículos de fe solo pueden ser propuestos por la Iglesia”.

-¿Qué pecados puede tener un hombre aparentemente puro como usted?

“El orgullo”.

-¿Lo conmueven las diéresis?

“No me conmueve su presencia, sino su ausencia, ya que muchos creen que este signo diacrítico ya no se emplea”.

-¿A qué sabe una lengua muerta?

“A nostalgia, porque es un sistema de comunicación ya perdido”.

-¿Cuál es su pesadilla más frecuente?, ¿acaso la mala ortografía?

“La ortografía es por definición escritura correcta; luego, ‘mala ortografía’, es una contradicción y ‘buena ortografía’ es un pleonasmo o redundancia”.

-¿Entonces, cómo se dice, profesor?      

“Se dice cacografía, es decir, la escritura contra las normas de la ortografía.

-¿Y usted es el verdugo implacable de los cacógrafos?

“Si me dan la oportunidad, me convierto en un censor, más que en un verdugo”.

-¿Cuál es el antónimo de cacógrafo?

“Ortógrafo, y ese soy yo”.

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