En inglés existe la feliz expresión larger than life (más grande que la vida) para definir a ciertos personajes de carácter desbordante. Resulta idónea, en todos los sentidos, para Luciano Pavarotti, el tenor desaparecido hace casi diez años. Un libro recién publicado en Italia, Pavarotti ed Io (editorial Aliberti ), escrito por quien fue su asistente durante 13 años, el peruano Edwin Tinoco, descubre la vida entre bastidores del divo italiano, sus extrañas manías y sus genialidades, su generosidad y su entusiasmo.
El cantante conoció a Tinoco en Lima, en enero de 1995. Era el encargado de comidas y bebidas de un lujoso hotel de cinco estrellas, aunque poseía una licenciatura en Ciencias de la Comunicación. Congeniaron enseguida y se hicieron inseparables. “Tino (diminutivo de Tinoco) es imprescindible para mí, lo es todo para mí”, diría una vez Pavarotti, para después matizar y evitar que hubiera algún malentendido: “Excluyendo el amor, porque a ambos nos gustan mucho las mujeres”.
La obra, cuya publicación trató de evitar durante varios años la última compañera del tenor, Nicoletta Mantovani, alegando que existía un pacto de confidencialidad entre el cantante y Tinoco, no hace revelaciones espectaculares pero sí incluye anécdotas jugosas que ayudan a comprender mejor al gigante de la lírica y que sus admiradores agradecerán.
En aquel viaje a Perú en el que conoció al futuro colaborador, Pavarotti subió al palco e hizo, por error, aquel célebre saludo “al pueblo chileno”, pero el público, rendido ante su ídolo, lo aplaudió igualmente.
Tinoco nunca había visto una ópera antes de conocer a Pavarotti. En el libro explica que su primera fue Tosca y que la música lo dejó adormecido. El maestro le hizo su diagnóstico. “La ópera es como un bello cuento para niños –le dijo–. Sirve para hacerlos dormir. Para que permanezcan despiertos deben crecer”.
Seguir a Pavarotti en sus giras era una experiencia única. Cualquier desplazamiento semejaba una verdadera mudanza. Trajinaban 40 o 50 maletas. Llevaba consigo todo tipo de comida italiana. En las suites de los hoteles se hacía montar una cocina y un gran frigorífico. Hacía cubrir las ventanas con papel de aluminio, para que no entrara la luz por la noche. Las sábanas tenían que ser negras. Sobre el colchón debían colocar una tabla de madera, para que el corpachón del divo no deformara la cama. El sofá había de estar elevado un palmo por encima de lo normal. También era maniático con la ropa, los zapatos, los polvos de talco, las toallas con las que se secaba el sudor y los caramelos para aclarar la voz.
Pavarotti era de natural muy generoso, incluso con la prensa. Solía decir que su secreto era no haber negado nunca una entrevista, ya fuera para The New York Times o para una hoja parroquial.
Tinoco fue testigo de la gran afición del tenor por jugar a la brisca. Cualquier momento era bueno para empezar una partida de naipes, incluso durante la larga fiesta tras su segunda boda.
El asistente peruano se acostumbró poco a poco a la celebridad del tenor y se llevó alguna sorpresa. Cuando llevaba poco trabajando para él, sonó el teléfono y el interlocutor se limitó a decir: “Soy Frank”. “¿Perdone, qué Frank?”, contestó Tinoco. “Frank Sinatra”, respondió el otro. Era cierto.
En un pasaje del libro se explica aquel día de 1995, en el camerino del Royal Albert Hall de Londres, en que se presentó la esposa de Pavarotti, Adua Veroni, y se encontró con la amante, Mantovani. Esta última fue directa. “Señora Veroni, usted debe saber que las voces que circulan son ciertas –le espetó–. Yo y Luciano nos amamos”. Tinoco salió del camerino y no sabe cómo continuó la escena. Poco después, una revista del corazón, Chi, publicó en portada las fotos ardientes del tenor y Mantovani en una playa de Barbados. Eso colmó la paciencia de Veroni, que de inmediato echó de casa al tenor.
*Artículo completo: https://www.lavanguardia.com/gente/20170424/422001907656/luciano-pavarotti-libro.html