Hay cementerios solos,
tumbas llenas de huesos sin sonido,
el corazón pasando un túnel
oscuro, oscuro, oscuro,
como un naufragio hacia adentro nos morimos,
como ahogarnos en el corazón,
como irnos cayendo desde la piel del alma.
Junto con la Caravana por la paz y la justicia las Madres Caminando por la Verdad, de la Comuna 13, volvieron a recorrer esa especie de infierno reverdecido que es la escombrera, donde dicen ellas que hay más de 350 desaparecidos. Muchos de ellos son sus hijos, hijas y esposos que perdieron la vida en la operación Mariscal y Orión, la descarnada estrategia contrainsurgente de policías, militares y paramilitares para arrebatarle la Comuna a las milicias de las FARC-EP, ELN y a los llamados Comandos Armados del Pueblo (CAP).
La Caravana es la segunda que se hace –la primera fue atravesando Centroamérica, hasta llegar a New York, para visibilizar la situación de los pueblos afectados por la política antidrogas que se aplica desde un enfoque represivo y violento-. Llegó a Medellín y con el colectivo de madres Caminando por la Verdad recorrió como en un ritual antiguo lo que puede ser la fosa común a cielo abierto más grande de Latinoamérica.
Estas madres hablan con los pliegues de sus carnes, son como flores de caminos, solitarias y bellas, con la gestualidad de Antígona que no se cansa de dignificar a sus muertos. Por eso son rebeldes y críticas del papel del Estado en esa macabra estrategia de desaparición forzada y sistemática. Una de ellas, sin preguntarle nada, se me acerca en las afueras de un templo que hay en la antigua escombrera y mirando la cadena de montañas donde posiblemente esté enterrado su hijo, me relata esta historia:
Mi hijo trabajaba haciendo arepas todas las mañanas. Salía de la casa a las seis y volvía en la tarde. En plena operación Orión decidió irse a trabajar y yo le insistía en que no fuera. Se despidió sin darme beso ese día y dicen los vecinos que apenas volteó la esquina unos hombres armados le echaron mano y desde ese día no lo volví a ver. Todas las mañanas salgo a mirar para la escombrera y no me salen sino oraciones, oro y lloro y vuelvo a orar para que mi hijo aparezca.
Su rostro delata un tormento, una vigilia, una espera, una locura. Es como si no hubiera más propósito que encontrar ese cuerpo y descansar el alma y no tener que mirar para esa montaña de escombros y lanzar ese grito incontenible en forma de rezos y súplicas a Dios.
Para entrar a la escombrera, y durante el recorrido de la Caravana por Medellín, la Policía mandó a dos agentes motorizados para que nos cuidaran de…tal vez de nosotros mismos. Y en el colmo de la paradoja kafkiana, esos policías se dedicaban a husmear como perros en lo que decía la gente (sobre todo las de las comunas que visitamos) y a fotografiar los rostros estilo policía política o DAS. Las madres, indignadas, protestaban por esa presencia que da cuenta del uso simbólico de la fuerza, es decir, de la represión que sigue manteniendo a la Comuna 13 vigilada y controlada por los mismos verdugos de la operación Orión. Los mismos que no quieren que se desentierre la verdad en la escombrera y aún mantienen allí un negocio de canteras y de movimiento de tierras.
De la Comuna 13 sacaron a las guerrillas pero no pudieron extirpar la memoria de los sobrevivientes. Otra madre relata que en la época de las milicias no existía la violencia sistemática, la tortura y el control territorial que implantaron los paras a punta del manejo de las plazas de vicio, la extorsión y las vacunas a todos los negocios, además del tráfico de armas y drogas por la antigua vía que conduce desde San Cristóbal a la costa Caribe. “Las milicias mantenían esto tranquilo y respetaban a las personas, patrullaban de noche pero no se metían con nadie. La gente vivía tranquila. Esto se descompuso con la entrada de los paramilitares que fueron los que quedaron asentados después de las operaciones Orión y Mariscal en el 2002.
Ante esa comezón insospechada que genera la desaparición forzada, las madres han sabido abrazarse entre ellas, caminar por la verdad y sanarse poco a poco; se dejan abrazar, dan testimonio del anti testimonio, quieren saber por qué, y en esa pregunta van forjando un espíritu guerrero, escéptico, crítico del poder establecido y, por tanto, preparado para una paz verdadera, la paz cotidiana. Parecen abonar con sus pasos el camino para una Colombia más justa, y ya pagaron para ello un precio demasiado alto.
Y la Caravana sigue hacia el sur y se lleva este clamor como un tambor de fuego, como un sonido cargado de colores, como una voz que se bifurca en miles de mantras, una mirada que se siente en los poros de todas las pieles: y toda esta sinestesia es para llevar un mensaje, el de la paz que sin amor verdadero por nuestros pueblos no puede ser.