La inestabilidad política en Colombia es un flagelo que podemos clasificar como un monstruo; uno que se alimenta de la demagogia, de la creciente corrupción de los partidos, del clientelismo burocrático de las entidades gubernamentales y del populismo sin distinguir ideologías.
Ahora bien, la inestabilidad proviene de la falta de juicio y de epicentro político, lo que a veces no es culpa propia del gobernante sino de actores externos que buscan réditos políticos; más en época preelectoral, donde los objetivos son palpados de tal manera que sus críticas o sus acciones son tan destructivas y a la vez tan lucrativas para sus miras personales que pueden llevarse a toda la nación por delante, todo por el simple hecho de cumplir con un objetivo que tal vez sea vedado, ya sea por maniobras propias del oficio de la política o por mandato judicial.
Con eso dicho, los últimos hechos sucedidos en Colombia han desencadenado un incendio que no ha de extinguirse, sino que ha de propagarse con mucha más fuerza, salpicando al alto gobierno (que no ha mostrado la más mínima imparcialidad), lo que atiza las llamas de una humareda que se espera que termine en el 2022; cosa que no creo, dadas las llamaradas que comenzaron en 2016 con la votación del plebiscito y que siguen llegando a la actualidad a modo de un ambiente en verdad cargado y que se encuentra enrarecido para las ideas que no son propias del incendio.
Sea como sea, la inestabilidad se ha atomizado hasta en los espacios regionales, donde también se vive la lucha incendiaria entre actores políticos que tienen en común la puesta en escena de su potencial ego, así como unos siderales fines que sacrifican en última instancia al ciudadano de a pie (que ve sometido su destino a una bataala de titánicos egos de nunca acabar). La nación y los colombianos no deben verse afectados por este clima de inestabilidad, aún cuando una nube gris monstruosa amenaza con devorar al Estado en sí mismo por intereses poderosos que desconocen la mayoría.