La denominada sabiduría popular nos es más que una forma de condensar en frases inobjetables la opinión del común acerca de hechos cotidianos. Es una fuente constante de sorpresa y reflexión, ya que lo que a primera vista pareciera ser tan solo una frase graciosa, a menudo contiene más verdades que los libros de filosofía de autores reconocidos.
Esta semana, al escuchar el popurrí de acusaciones, recusaciones, excusas y opiniones encontradas acerca de la importancia de hacer que los otros cumplan la Ley, recordé uno de estos dichos, de los cuales nunca se logra identificar a su autor: “si las leyes no fueran confusas, los abogados no tendrían trabajo”.
Esta irrefutable reflexión es el resultado de años y años de asistir a los más bochornosos espectáculos, en los cuales sus protagonistas son personas o representantes de grupos que buscan lograr, a cualquier costo, que su especial y conveniente interpretación de las normas, regulaciones, leyes, decretos reglamentarios y similares que atañen a su vida personal o a sus propósitos.
Nos encontramos entonces frente a una situación absurda, en la cual las leyes se consideran obligatorias en la medida en que no me afecten a mí ni a mis negocios o intenciones políticas.
El problema se agrava aún más, si cabe; cuando resulta obvio que las leyes han sido mal redactadas de forma deliberada; con el propósito evidente de beneficiar de manera específica a personas o grupos. Con dolorosa regularidad asistimos al espectáculo de congresistas legislando a favor de negocios propios, de sus socios de negocios o financiadores de sus campañas, como una manera perversa de devolver, con dineros ajenos, los préstamos recibidos para hacerse elegir.
Ocurre que a veces las leyes no quedan tan bien redactadas como quisieran quienes las idean, pero en general tienen un objetivo claro.
Cuando una ley dice que el mal llamado fast track
tiene un plazo de seis meses,
se trata de seis meses y punto
Pero hay excepciones. Cuando una ley dice que el mal llamado fast track tiene un plazo de seis meses, se trata de seis meses y punto. Lo que pasa acá es que, como este catatónico gobierno no fue capaz de redondear la faena de destruir las instituciones en el lapso estipulado, manda ahora a una troupe de payasos de circo a lanzar las más fantasiosas interpretaciones de la ley que ellos mismos se aprobaron, en contra de la voluntad mayoritaria de los colombianos, expresada en las urnas en octubre del año pasado.
Y ahora resulta que seis meses no son seis meses, ni ciento ochenta días, ni nada parecido. Según los nuevos intérpretes de la realidad, seis meses son equivalentes al período de tiempo que este gobierno necesite para terminar de afinar su contubernio con el grupo que elevó a la categoría de Estado, al reconocerle estatus de contraparte en iguales condiciones en la mesa de La Habana y luego en Bogotá.
Según esta novedosa y atrevida interpretación, los seis meses solo se cuentan cuando el Congreso esté trabajando. O sea, descontemos las horas del día en que no trabajan, las horas del día que trabajan en otros asuntos, los fines de semana, dominicales y festivos; las licencias remuneradas y no remuneradas, las incapacidades por enfermedad común o profesional; y un interminable catálogo de etcéteras que harían que los seis meses determinados por la Ley terminen siendo el tiempo necesario para cumplir con sus siniestros propósitos.
Alentados por la falta de reacción de los colombianos ante semejante ofensa a su capacidad de raciocinio, del mismo antro salen con la idea que el año establecido por los acuerdos para erradicar los cultivos ilícitos no ha comenzado siquiera; así que a falta de una mejor interpretación, debería comenzar a contarse en fecha por definir del año entrante.
No hay ante quien acudir. La posibilidad de que las actuales altas cortes se pronuncien en derecho es tan lejana como la de que la señora Natalia Springer devuelva los mil cuatrocientos millones de pesos de otro contrato chimbo que se está poniendo de moda esta semana, celebrado con el alcalde de Valledupar (hoy viceministro de Cristo. Del terrenal, no del de los cielos) y, según la misma Procuraduría, ganado debido a que se falsificaron las propuestas de sus competidores en la fase precontractual.
La única solución sigue siendo la misma. Denunciar y señalar a los autores de semejantes abusos, hacer públicas sus fechorías y aunar todos los esfuerzos para que el año entrante se les sancione con el voto, única arma que les va quedando a los colombianos honestos, que desconfían del actual gobierno pero siguen convencidos que la democracia es la única forma de gobierno que garantiza el desarrollo. Desconfiar del actual gobierno no es desconfiar de la democracia. La una no tiene nada que ver con el otro.