En un reciente viaje a Bolivia, decidí parar tres días en La Paz para caminar sus calles céntricas y degustar los sabores que emergieran de su cultura. Debo decir sin embargo, que lo que más disfruté fueron las tazas de café de la empedrada calle Jaén, muy famosa entre otras cosas por la cantidad de museos que alberga. El que más me gustó fue el Museo de Instrumentos musicales que queda justo antes de llegar a la esquina. En su interior, cientos de objetos de toda variedad y un espacio libre para tocar e interpretar la música que siempre se hace bella si se toca con dulzura aunque no se dispongan de las clases de xilófono o pianola. ¡Hermoso arte el que decora esta ciudad! Deliciosa la taza de café que siempre me acompaña.
Al salir, me dirigí a una de las librerías populares más grandes de la ciudad en donde pregunté por literatura autóctona. Carlos Medinaceli y Antonio Paredes Candia, fueron los más nombrados. Del primero compré una novela y del segundo dos cuentos.
Los irresistibles títulos de los cuentos de Antonio Paredes Candia me obligaron a empezar por él. Se trataban de pequeñas historias de niños abandonados a su suerte, o mala suerte, en las calles de La Paz. Era doloroso ver el abuso de los adultos a los pequeños que eran explotados sin ningún tipo de misericordia y lúdica para su edad. Los niños, a pesar de eso, eran afortunados, o la sociedad acaso, al no ser creadora de monstruos ladrones, sino niños queridos, compasivos y solidarios que lo único que pedían era una pieza de pan, una buena sopa de verduras o un trozo cocido de cerdo, aunque se tratara del sobrado de un adulto afortunado.
La historia era hermosa aunque claramente triste, no obstante, lo más triste era cerrar el libro, levantar la vista y ver ahí mismo, a sólo metros, a esos personajes. Los cuentos eran reales. Las palabras liricas del autor estaban quizá para ponerle algo de estética y compasión al dolor e impotencia que sentía al ver tal crudeza y eventualmente, para teñir con el arte el presente adolorido de esta ciudad.
Las letras a veces son arte.
Al llegar a Bogotá el panorama no fue mejor: vi niños trabajando, y otros mendigando un mojicón o algo de pega de arroz. Lo que fuera para calmar el hambre y el dolor de la vida. Pero fríamente pude ver que, a diferencia de La Paz, acá no había un Candia ni unas letras dedicadas a ellos con tanta dignidad, respeto y compasión.
Vi en cambio, una ciudad apurada, no sé por qué, de pronto para pasar rápido por esas escenas, de pronto sólo llevada por la inercia de los empujones por la supervivencia. Eso es posible, lo que no veo posible, es que esta ciudad no esté aún impregnada del arte que de alguna manera exprese la indignación y el dolor de ver en sus calles a sus pequeños tristes y con el llanto que sólo despierta el hambre.
Esta ciudad tan llena de opulencias comerciales la veo carente en las opulencias del arte y humanidad capaz de registrar con letras y óleos una reivindicación u homenaje similar a la que intentó hacer Antonio Paredes Candia a sus más pequeños semejantes.
Ilustración de Conchi Burgos, España: Niño boliviano