Por alguna extraña razón (nunca pactada entre las parte) la guerra casi siempre entraba en modo pausa al comenzar la segunda quincena de diciembre. Gracias a ello, los guerrilleros comíamos buñuelos y bailábamos y celebrábamos (vivos) la llegada de un nuevo año.
Y aunque sólo un puñado de combatientes tomaban la Navidad como una celebración religiosa, todos nos dejábamos contagiar por la alegría y las muestras de afecto que afloran por estas épocas, eso sí, sin bajar la guardia pues el enemigo siempre estaba al acecho.
Por esos días, cuando paraba el estruendo de la guerra, yo aprovechaba para intentar ponerme al día con numerosas lecturas aplazadas o abría por primera vez los libros que me hacían llegar viejos amigos desde las ciudades. Por casualidad, me he topado con unos de esos libros mientras trato de organizar mejor mi biblioteca, y he quedado atónito con la sabiduría que emana de sus páginas y con la actualidad de su contenido.
Se trata de una compilación de grandes discursos que influyeron en el curso de la historia, pronunciados en distintos momentos del siglo XX por personajes de las más diversas corrientes políticas e ideológicas.
Al pobre libro se le notan los años que pasó en el monte, tiene desteñida su carátula y algunas páginas exhiben el color amarillento de haber recibido agua y sol sin clemencia, pero sus textos están nítidos. Muchos renglones están subrayados con la tinta del Paper Mate que siempre me acompañaba en las travesías insurgentes y hay algunas frases que, además, están acompañadas de entusiastas signos de admiración al margen.
Ha sido tal mi sorpresa con este inesperado encuentro, que he decidido compartir algunos de los subrayados, tratando de asimilarlos al revuelto momento político, económico y social que vive hoy nuestro país. Quién quita que las luces del pasado ayuden a iluminar nuestro presente y hasta nuestro futuro cercano.
Comienzo con un aparte del discurso que emitió por radio Franklin Delano Roosevelt a los estadounidenses en 1933, cuando Estados Unidos se debatía en la más grande crisis económica y social del siglo pasado, conocida en la historia como la Gran Depresión. La propuesta del presidente norteamericano a sus ciudadanos quedó bautizada como el New Deal (Nuevo Trato) y en su momento fue calificada por los siempre agresivos extremistas de la derecha gringa como un discurso “comunistoide”.
Aseveró Roosevelt: “Permítanme empezar diciendo que, de lo único que hay que tener miedo es del miedo mismo: ese terror indescriptible, irracional e injustificado que nos paraliza”.
El hombre que años más tarde tuvo que declararle la guerra a Hitler, llama la atención en torno a uno de los pilares sobre los cuales logran afianzarse en el poder ciertos sectores políticos: metiéndole pánico a la gente. “Tengo miedo”, ha dicho por estos días el exsenador y exconvicto Álvaro Uribe con la clara intención de extender su supuesto temor al conjunto de la sociedad.
Roosevelt ilustra a su auditorio (que se calculó en cincuenta millones de oyentes) sobre las causas de la crisis que afectaba al país y pone el dedo en la llaga sin ningún temor. La culpa del caos tiene nombre propio:
“Las prácticas de unos financieros sin escrúpulos, que han sido condenadas por el tribunal de la opinión pública (…) hay que poner fin a las prácticas de aquellos banqueros y empresarios que han violado, demasiado a menudo, la confianza depositada en ellos, actuando con egoísmo e indiferencia por el prójimo”.
Palabras que caen como anillo al dedo para los insaciables banqueros y empresarios criollos, que han aprovechado la trágica era de la pandemia para engordar sus capitales con privilegios y subsidios otorgados por el obediente gobierno que tienen a su servicio.
Cuando salí de Roosevelt me estrellé de frente con una frase que me interpeló sin remedio, en mi condición de exjefe guerrillero, negociador y firmante de la paz. Fue dicha por Arthur Neville Chamberlain el 3 de septiembre de 1939, al anunciar a los ingleses, también por radio, que, a partir de aquel fatídico día, el Reino Unido entraba en guerra con Alemania:
“Pueden imaginar lo doloroso que me resulta haber fracasado en mi larga lucha por la paz, pero no sé que más hubiera podido hacer, ni qué otras acciones por mi parte habrían sido más eficaces”.
Un par de años después, en 1941, Iosif Stalin, que dirigía desde 1924 los destinos de la URSS tras la muerte de Lenin, también se refirió al obligado ingreso de su país a la confrontación contra el nazismo. Stalin había firmado en 1939 un pacto de no agresión con Hitler, pero en 1941 las tropas alemanas penetraron en territorio soviético, embriagadas con las victorias que habían obtenido en Europa.
Y como si estuviera hablando hoy por La W, Stalin se refirió a lo que acontece cuando una de las partes firmantes de un pacto lo viola, lo rompe o lo hace trizas (como diría un exministro colombiano, por cierto, fervoroso seguidor de las ideas fascistas). Dijo el padrecito:
“¿Qué ha ganado y qué ha perdido Alemania rompiendo con perfidia el pacto y atacando ala URSS? Ha obtenido una ventaja militar que no durará mucho, pero ha perdido en el plano político al mostrarse ante el mundo entero como una potencia agresora y sanguinaria”.
Perfidias son perfidias aquí y en Europa, ahora y en 1941.
Ya que andaba yo leyendo sobre la Segunda Guerra Mundial, me puse a escarbar en el mundo nazi y me topé con una joya que debió inspirar al ex sub director del DAS en épocas de la “seguridad democrática”, José Miguel Narváez, cuando dictaba el curso titulado “Por qué es legítimo matar comunistas”. La joya es de Heinrich Himmler, jefe de las tenebrosas SS de Hitler, quien durante una alocución en Polonia (octubre 4 de 1943) justificó así el exterminio del pueblo judío:
“Tenemos el derecho moral y el deber con nuestro pueblo de matar a esa gente que nos mataría a nosotros si pudiera”.
No dudo que mucho general y mucho coronel de la república incitaba con frases de este tipo a las tropas que cumplían las órdenes de matar jóvenes indefensos para luego hacerlos pasar como guerrilleros caídos en combate.
Desde que las leí por primera vez, en alguna pausa del camino, me habían parecido muy poéticas las palabras que pronunció el Che Guevara en agosto de 1960 ante una convención de médicos que trabajarían en los lugares más apartados y atrasados de la geografía cubana, contagiados de la euforia colectiva que desató el triunfo de los barbudos a finales de 1959.
Sin embargo, cuando las volví a leer en estos días, me asaltó una infinita tristeza, derivada de la imagen de los millones de niños colombianos que se quedaron esperando su derecho a estar conectados por internet y demás tecnologías modernas por cuenta de un robo de lesa humanidad perpetrado desde el MinTic. Les dijo el Che a sus colegas en aquella ocasión:
“En esta pequeña Cuba de cuatro o cinco canales de televisión, de centenares de estaciones de radio, con todos los adelantos de la ciencia moderna, cuando los niños de la Sierra maestra llegaron de noche por primera vez a la escuela y vieron los focos de la luz eléctrica exclamaron que las estrellas estaban más bajas esa noche…”
Por qué no bajan las estrellas a iluminar la vida de nuestros niños en campos y veredas de Colombia, señora Abudinen. Por qué condena a nuestros niños a la perpetua oscuridad, señor presidente Duque.
Imposible omitir en esta lista de párrafos subrayados aquel mítico discurso de Martin Luther King en Washington, pronunciado bajo la sombra del enorme monumento a Abraham Lincoln y conocido universalmente como “I have a dream” (Yo tengo un sueño).
Si el gran caudillo negro, asesinado unos años después, estuviera vivo hoy, no dudo que se iría a Quibdó o a Buenaventura o a Tumaco para repetir lo que dijo en la capital estadounidense en el verano de 1963:
“Cien años después, los negros siguen oprimidos por los grilletes de la segregación y las cadenas de la discriminación. Cien años después, los negros viven en una isla de pobreza rodeada por un vasto océano de prosperidad”.
En 1969, en Chicago, la escritora Betty Friedan presentó una ponencia ante el primer congreso nacional sobre legislación relativa al aborto, cuyo contenido retumba hoy -cincuenta años después- en las marchas populares que en buena hora han sacudido a nuestras ciudades:
“Puede que la realidad social menos conocida de este país sea la intensa rabia que han ido acumulando las mujeres”.
La mezquina actitud del gobierno y las élites colombianas frente a la implementación del acuerdo de paz, cuya más grave consecuencia ha sido el inicio de una nueva etapa de violencia en el país, me puso a buscar unas palabras que recordaba del memorable discurso pronunciado por Yasir Arafat en noviembre de 1994.
El líder palestino fue el primer representante de una organización no gubernamental en dirigirse a la Asamblea General de la ONU en Nueva York, cuyos miembros se pusieron de pie y lo ovacionaron cuando terminó su intervención con estas palabras:
“He venido con una rama de olivo en una mano y el arma de un luchador por la libertad en la otra. No dejéis que se me caiga la rama de olivo. Repito: no dejéis que se me caiga la rama de olivo”
En 1984, Desmond Tutu el clérigo sudafricano que luchó hasta enterrar el apartheid para siempre (y fallecido hace apenas unos días), recibió en Oslo el premio Nobel de la paz con estas palabras:
“Vengo de un país muy bello al que Dios ha dotado de abundantes recursos naturales, vastas extensiones de tierra, montañas ondulantes, pájaros que cantan y estrellas que relucen en cielos limpios. Hay bienes suficientes para todos, pero el apartheid ha alimentado el egoísmo y la codicia de unos cuantos que se han valido de su poder para apoderarse de una parte desproporcionada de la riqueza del país. Constituyen apenas el 20 por ciento de la población, pero poseen el 87 por ciento de la tierra…”
Como advierten ciertas películas al final, cualquier parecido con nuestra realidad es pura coincidencia.
Y ya que hablamos de tierras, cerremos nuestro viaje por el viejo libro de los discursos, con un texto que le convendría leer al expresidente latifundista que ahora se disfraza de abnegado trabajador del campo pese a haber propiciado y participado en el despojo de tierras del que fueron víctimas cientos de miles de campesinos colombianos en las últimas décadas.
No es este un discurso alusivo a guerras o a crisis económicas, sino una pieza dedicada al amor. Lo pronunció -otra vez por radio- Eduardo VIII cuando se le presentó la gran encrucijada de su vida: seguir en el trono de Inglaterra, renunciando así al matrimonio con la mujer que amaba o abdicar para poder casarse con Wallis Simpson, una estadounidense que cargaba con dos divorcios encima. Así habló el rey:
“Ahora me retiro por completo de la vida pública y dejo a un lado mi carga”.
Cuánto no daría Colombia para que sus viejos caciques siguieran el ejemplo de Eduardo VIII.