A La Parada la enterraron en la tumba de olvido de la frontera y aunque sus habitantes suspiren por sobrevivir se hunden con la tierra que le lanza el gobierno nacional para ocultar la agonía de los habitantes de frontera.
La agonía se convierte en lápidas marcadas con mensajes delincuenciales que escriben en papel blanco las razones de las cadenas de la muerte, que con el pasar de las horas se mancha con el rojo de la sangre de los fantasmas de las trochas.
Son 143 kilómetros de ilegalidad que escarban el paso para el sacrificio, la ilegalidad, la criminalidad y la supervivencia de los olvidados.
La puerta fronteriza en el Puente Internacional Simón Bolívar es un camino de cemento legal, pero a su alrededor la adornan cuatro caminos de tierra y monte que amarra a los habitantes de frontera con las cadenas de la ilegalidad.
Las calles son un cementerio de lamentos que guardan silencio cuando las ráfagas de los fusiles despiertan la ambición de los dueños de la ilegalidad, la zozobra y miedo de los habitantes de frontera, la incompetencia de los dueños de la institucionalidad y la guerra de los dioses del contrabando.
Aquellos sobrevivientes que escarbaron las tumbas del olvido del estado colombiano, se escondieron a orillas del Puente Internacional Simón Bolívar y pararon en el sector de La Parada la esperanza para subsistir a costillas del estado Táchira, Venezuela.
Con pretales en la cabeza o pedaleando una bicicleta con más de 80 kilos en la parrilla trasera convirtieron las calles de La Parada en un nido de oportunidades tejido por el desempleo, la informalidad y la ilegalidad.
Hace diez años cargar las maletas del contrabando implicaba la persecución de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) y perder la mercancía de contrabando por la fuerza del caudal del río Táchira.
El peso del contrabando recae en los hombres que escarbaron las tumbas del olvido y hoy son señalados por la institucionalidad de perpetrar un mal.
Un mal que se propagó a la mano de la legalidad, un mal que escarbó montes y construyó trochas convertidas en el camino de la ilegalidad, un mal que ha desangrado a los habitantes de frontera.
En las trochas del contrabando desfilan las almas en pena del desempleo y de la informalidad, de hombres y mujeres que pisan los atajos de la ilegalidad en busca del sustento de sus familias.
Una necesidad aprovechada por las bandas delincuenciales que extorsionan sin compasión el bolsillo y la vida de todo el que pisa los atajos de las trochas.
Las trochas son el camino de los perdidos en el olvido que caminan bajo las leyes de la delincuencia que ha desangrado a la frontera de nadie.
La trocha la Mariana, La Playita, la Escalera, el Cují y la trocha Casa Blanca rodean a la cuna de Colombia, Villa del Rosario.
Sus caminos sirven como mataderos de caballos para vender la carne a las mesas de los cucuteños. También son el trayecto de motos con pimpinas de gasolina y productos venezolanos.
Ahora el contrabando trae una carga más pesada que solo los de la frontera la llevan a cuesta. Aunque está carga retumbe en las cifras de la Mecuc (Policía Metropolitana de Cúcuta) desaparecen cada vez que los uniformados policiales aseguran en los medios de comunicación que en La Parada todo está bajo control.
Una carga que cierra los ojos de los hombres y mujeres que pisan las entrañas de las trochas y desangran sus esperanzas. Pisar las trochas de la frontera es la condena de morir por las balas de los dueños de la ilegalidad.
El monte es testigo de la sangre que gotea del cuerpo de los hombres y mujeres impactados por las balas de la delincuencia y el silencio de las trochas se despierta con los disparos perpetrados por los dioses de la maldad.
Las trochas son atajos sin el control de la legalidad, se disfraza de sacrificio con oportunidad y al final del monte apaga la vida de los habitantes de frontera que se convierten en fantasmas del silencio de la autoridad policial.