A medida que toman forma las campañas a la Alcaldía de Bogotá también van en aumento las batallas verbales entre partidarios de unos y otros, en redes sociales y medios de comunicación. Lógicamente la actual administración es el trompo de poner, pues la mayoría de esas campañas tienen claro que sus posibilidades de éxito son inversamente proporcionales a la favorabilidad del alcalde y no desaprovechan cada oportunidad de desprestigiarlo. Uno de los temas recurrentes es el de la invasión del espacio público por parte de vendedores ambulantes, que es a lo que nos referiremos aquí.
Empecemos por decir que es evidente que el espacio público -de la mayoría de las localidades, pero sobre todo las del centro- se ha convertido en un bazar, y que las últimas tres administraciones han sido mucho más permisivas al respecto que las de Mockus y Peñalosa. Y esto contradice del todo los imaginarios de las clases medias y altas bogotanas, tanto acerca del orden social deseable (los vendedores ambulantes son unos vagos a los que se les debe obligar a trabajar en algo decente, y cosas así), como de su correspondiente orden espacial (el espacio público sólo debe servir para caminar). Pero los bogotanos, además de godos, somos hipócritas: los mismos que piden desalojo y reubicación pueden ser vistos embolando los zapatos, comiendo arepas, escogiendo la película de moda, comprando minutos de celular, cigarrillos al menudeo, cordones de zapatos o guantes de lana, en plena calle.
El fenómeno de las ventas ambulantes puede verse en positivo, y no solo porque es la única manera de ganarse la vida para miles de personas: ese mercado callejero es parte del carácter y la identidad de Bogotá querámoslo o no, y muchos espacios públicos serían simples desiertos de cemento (o atracaderos) de no ser por la actividad urbana que promueven los ambulantes. Es decir, no se trata del “ellos o nosotros” que venden los políticos de lado y lado (empezando por el actual alcalde, que vive para la confrontación), sino que podría haber algún tipo de concertación en que salgamos ganando los ciudadanos (vendedores incluidos) y la ciudad.
Pero los extremos siempre son dañinos, y esta no es la excepción. Lógicamente no se trata de declarar los andenes y las plazas “zonas francas” a ser ocupadas por quien quiera y como quiera. La situación actual de muchas zonas –intransitables por la cantidad de vendedores- es inaceptable. Podría haber estudios acerca de la capacidad de carga del espacio público que determinen cantidad y ubicación de vendedores, para no perjudicar el tránsito peatonal ni el comercio formal. Podría haber pactos para no vender contrabando o piratería, para el tamaño de los puestos, o para controlar la entrada de vendedores no autorizados. Todo, dejando claro que el espacio público es de la ciudad y que el incumplimiento de ciertas condiciones llevaría a la terminación del acuerdo. Obviamente es mucho más difícil que el control o el libertinaje absolutos: implica trabajo, tiempo, costos políticos, compromisos... Muchas dificultades y riesgos, pero con grandes recompensas.
Lo que no puede ocurrir es que sigamos pretendiendo que a este fenómeno de las ventas ambulantes puede ignorársele (como las últimas administraciones, que se limitan a “hacerles pasito” pero sin hacer nada de fondo) o escondérsele bajo la alfombra (como las alcaldías de antes, reduciendo todo a un problema de policía y que los informales se las arreglen como puedan). Creer que la economía formal va a crecer de golpe y convertir a los vendedores ambulantes en obreros de la construcción o en microempresarios es tenerles mucha fe a nuestros ministros de Hacienda. Hacinar a los vendedores en esos pequeños centros comerciales de quinta categoría donde los han “reubicado” -y por donde no pasa nadie- es inútil.
Ahora, si ha habido semejante debate por la dosis personal, el matrimonio homosexual o las corridas de toros, podemos imaginar lo que se desencadenaría si un alcalde promoviera algo tan “revolucionario” como la legalización de las ventas ambulantes. Dios nos libre.