Las inconsistencias de la identidad latinoamericana

Las inconsistencias de la identidad latinoamericana

Los que carecen de sentido de pertenencia difícilmente podrán saber quiénes son. Una mirada al respecto

Por: Ramón Molinares Sarmiento
agosto 19, 2020
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Las inconsistencias de la identidad latinoamericana
Foto: Needpix

A una fiesta imaginaria asisten cincuenta colombianos (unos mestizos y otros totalmente blancos como María Elvira Arango), cincuenta franceses y cincuenta indígenas wayúus (también colombianos). Las damas y los caballeros de las tres agrupaciones, separadas, disfrutan de los mismos licores, las mismas viandas y la misma música bailable. Pero avanzada la noche y con ella el bullicio, ya estando todos un tanto alicorados, cualquiera podría observar que mientras franceses y wayúus se gozan la fiesta, riendo a carcajadas de chistes contados en lenguas nacidas en su tierra natal (en francés y wayuunaiki), los blancos y mestizos colombianos pasan todo el tiempo aburridos, mirando a los franceses, pensando en la manera de acercárseles, de invitarlos a bailar y a conversar de cualquier cosa.

Es muy probable que algunos de estos caballeros piensen que su apellido (Lacouture, Cotes, Lafaurie, Betancourt, Daconte) podría facilitarles el acercamiento; de modo que en algún momento podrían verse estimulados por la impresión de que se sentirían más cómodos en el grupo de europeos que en el de sus coterráneos, tan desanimados que parecen incapaces de soportarse. A la larga, suponemos, no faltará el presuntuoso que borracho, ya en la madrugada, interrumpa abruptamente el entusiasmo de los franceses para espetarles: somos como ustedes, hablamos una lengua europea, nada tenemos en común con esos indios que se comunican en un idioma que solo ellos entienden.

Si trasladáramos este escenario a un salón de fiestas del Perú o de México, los mestizos y blancos de estos países se sentirían tan incómodos como los colombianos escuchando en los grupos vecinos divertidas anécdotas en francés, quechua o náhuatle, lenguas de comunidades con características raciales similares, factores que conformarían entre ellos un respetable espíritu de cuerpo.

El comportamiento de estos blancos y mestizos latinoamericanos en la fiesta imaginaria delataría una identidad inconsistente, una carencia de valores que no les ha permitido desarrollar un sentido de pertenencia al lugar que habitan. Los que carecen de este sentido de pertenencia a un lugar, difícilmente podrían saber quiénes son. Recuerdo que una vez a una señora de pelo rubio que me atendía en una oficina pública de Canadá, y hablaba un perfecto español, le pregunté entusiasmado: ¿de dónde es usted?

¿De dónde soy, Jerry?, le preguntó a su vez dicha señora a su compañero de trabajo, y agregó: “He estado en tantos lugares que ya no sé de donde soy”. Su inconfundible acento revelaba que era del sur de Latinoamérica, pero no me atreví a decirle, por compasión, que si no sabía de dónde era tampoco podía saber quién era, lo que puede sucederles a muchos latinoamericanos en circunstancias imprevistas, como en la fiesta de que hablamos. ¿Diría un japonés que ya no sabe de dónde es?

El mestizaje cultural de Colombia, de Latinoamérica en general, es una riqueza; diversas son, por ejemplo, las formas de expresión de su música, de su pintura, de su gastronomía, pero no podríamos decir los mismo del racial, cuyos individuos, como hemos creído percibir en las fiestas imaginarias, se sienten inseguros, inconsistentese indecisos, como faltos de raíces en que agarrarse.

Tan consistente es, en cambio, la identidad de los indígenas colombianos que, a pesar de las persecuciones de que han sido víctimas, han sabido permanecer unidos en los reducidos espacios en que les ha tocado sobrevivir. Ellos no sienten nostalgia por el Viejo Mundo, como sí la sintieron todo el tiempo los europeos que vinieron a colonizar México, Perú o Colombia; como no dejaron de sentirla los llamados criollos, hijos de españoles que nos independizaron de España; y como la siguen sintiendo algunos de los gobernantes de hoy, blancos que parecen sentirse de paso en el país que los vio nacer y que obran, que siguen obrando, como aquellos conquistadores que saqueaban la riqueza en oro de los indios para disfrutar de ella en Europa

La consistencia de la identidad étnica de los precolombinos no nos parece inferior a la de asiáticos, europeos o surafricanos. Hay quienes afirman que el concepto de raza ha sido revaluado, que ya no se puede hablar de etnias, pero un simple partido de fútbol entre japoneses y cameruneses nos reafirmaría que hay fisionomías inconfundibles, razas bien definidas.

Consideramos que el egoísmo, lacra del capitalismo, es agravado en Latinoamérica por el mestizaje; mezcla de sangres que, tanto en el individuo como en el cuerpo social, parecen existir en permanente discordia; mezcla generadora de desconfianza, de racismo, de temor, de conflictos de todo orden; consecuencia ella de la falta de damas europeas durante la conquista de Latinoamérica.

Según el Centro Nacional de Consultoría, el 85 % de los colombianos desconfía de sus vecinos. Señalar las causas de esta desconfianza, el grado de descomposición moral que agobia a los colombianos, no nos resultaría difícil, pues los diarios nos informan con frecuencia sobre investigaciones y acusaciones adelantadas contra ministros, gobernadores, alcaldes y contralores, sospechosos de apropiarse de dineros públicos; conducta que nos ha llevado a sospechar que todos, absolutamente todos, somos tan desconfiados y tramposos como algunos de nuestros dirigentes.

Además de estas circunstancias sociales, históricas y políticas, consideramos que el mestizaje, el hecho de que no nos parezcamos físicamente los unos a los otros, puede ser uno de los factores generadores de desconfianza. Hay quienes argumentan que el hecho de tener el mismo pelo negro y lacio, los mismos ojos estrechos y el mismo color de la piel, ha tenido muchísimo que ver con el alto nivel de desarrollo científico y social alcanzado por chinos y japoneses. Un colombiano no es inferior a un japonés, pero diez colombianos desconfiados, de piel y cabellos distintos, podrían resultar inferiores a diez japoneses a la hora de resolver un conflicto social. A un observador atento, una delegación conformada por el senador negro Giovanni Córdoba, el indio Lorenzo Muelas y el blanco Álvaro Leiva Durán, le parecería menos representativa de una nación que una conformada por tres holandeses o tres alemanes, de idénticas fisionomías.

Menos que haber sido presidente o ministro, lo que más enorgullece a algunos de los exgobernantes latinoamericanos es pasar a formar parte de los altos estratos sociales de Europa o Norteamérica, para lo cual es necesario comprar costosísimas mansiones en los barrios en que habitan, por ejemplo, Tony Blair, Pedro Sánchez o Bill Clinton. Estos notables hombres de Estado, lo mismo que los artistas famosos que nos visitan, como Kirk Douglas últimamente, suelen hablar, de regreso a sus países, de la belleza de los paisajes de Colombia y de la amabilidad de su gente; sólo que, cuando agregan, desconcertados, que los conmovió ver niños pidiendo limosnas en los semáforos, les replican los oyentes: entonces no es tan bello como dices, ese es un país de mezquinos; con lo que el exgobernante latino que acaba de comprar la lujosa mansión comienza a ser merecidamente despreciado por sus vecinos. De tal manera que ni aquí ni allá se sienten cómodos; terminan descubriendo que, en realidad, no saben quiénes son ni de dónde son, por desconocer la fidelidad que le debemos al lugar en que nacimos.

Al contrario de los cristianos ingleses, que huyendo de la tiranía de la iglesia católica ejercida desde Roma vinieron a instalarse, a quedarse para siempre en Norteamérica con su familia, los blancos latinoamericanos de hoy, como entonces sus ancestros, los conquistadores españoles, se sienten de paso en el país que los vio nacer; viven atareados en enriquecerse lo más rápido posible para comprar casa en Europa.

A pesar de contar con más de veinte millones de ciudadanos negros, en Norteamérica no se ha dado el mestizaje, no solo porque los británicos llegaron allí con sus familias, como hemos dicho, sino porque, además, según los franceses, estos blancos de pelo rubio son puritanos. Poseen una desmesurada vocación de poder, de dominio, sobre todo sobre sí mismos: conquistaron Norteamérica, Australia, Suráfrica, Hong Kong, pero nunca se mezclaron con los nativos. Es evidente que ahora los norteamericanos blancos, descendientes de los puritanos ingleses, temen mezclarse con los mestizos procedentes de Suramérica.

Tan consistente como la de los precolombinos es la identidad de los negros norteamericanos. Fieles a sus raíces, a su negritud, convocaron muchedumbres para protestar contra el indignante asesinato de George Floyd; de haber sido un mestizo el muerto, a las marchas de protesta no habrían asistido multitudes.

Indeciso, desarraigado, de procedencia indefinible, el mestizo no tiene capacidad de convocatoria ni en Estados Unidos ni en Latinoamérica, región que desconoce el grito unánime que requieren los propósitos nobles, que se desenvuelve en una gritería que sólo genera violencia.

Erróneamente suele decirse que los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los “argentinos de los barcos”. Lo cierto es que la identidad étnica de los latinoamericanos es notablemente inconsistente; lo que, entre otras cosas, podría ser, repetimos, un factor generador de violencia en toda Latinoamérica.

Cuando, en las tertulias de los miércoles hablamos por casualidad de identidad racial, Jaime Ackar, descendiente de libaneses; Gustavo Borras, hijo de catalanes; Balseir Guzmán, matemático tolimense de pelo de indio; y Álvaro Pardo, exitoso jurista de pelambre hirsuta , sonreímos poco complacidos luego de mirarnos y oírle decir al politólogo mestizo Benjamín Barrera: en nada nos parecemos físicamente, si viajáramos en grupo a Europa sus habitantes no sabrían de qué país provenimos; a Pardo, como le sucedía a García Márquez, lo confundirían con un marroquí.

No nos parecemos como sí se parecen entre sí los vietnamitas, que les ganaron la guerra, primero a los franceses y después a los norteamericanos, porque le disparaban a todo el que fuera blanco; los colombianos vacilarían en dispararle al blanco que se acerca porque podría ser un compatriota.

Dicen que Vasconcelos sostenía que la mezcla de blancos, indios y negros podría dar origen en Latinoamérica a una raza cósmico, pero la verdad es que para que se configure un tipo de latinoamericano se necesitarían millones de años, y aun así no alcanzamos a imaginarlo.

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