El 23 de enero de 2019, el mismo día en el que el diputado Juan Guaidó se proclamó presidente interino” de Venezuela en una plaza de Caracas, el presidente Donald Trump tomó dos decisiones cruciales para el futuro del país hermano. La primera reconocerlo como presidente, en abierta violación del derecho internacional. La segunda, sancionar drásticamente a Pdvsa, la empresa estatal de petróleos venezolana, prohibiendo a cualquier empresa o individuo de los Estados Unidos comprar su petróleo o venderle cualquiera de los insumos necesarios para la producción del mismo y el mantenimiento de sus refinerías. Además embargó sus depósitos en bancos norteamericanos avaluados en 7.000 millones de dólares y los puso a disposición de Guaidó, que sin embargo no ha utilizado esa cifra multimillonaria de dólares en beneficio tangible de los cientos de miles de sus compatriotas que se han visto obligados a emigrar a Colombia y a otros países de América Latina.
Por esas mismas fechas, William Brownfield, todavía embajador de Estados Unidos en Caracas, salió al paso a los críticos a la decisión de embargar a Pdvsa, reconociendo que si bien la medida tendría evidentemente un impacto negativo “en el pueblo entero, en el ciudadano común y corriente” se justifica porque “el pueblo sufre tanto por la falta de alimentación, seguridad, medicinas, salud pública, que en este momento quizás la mayor resolución sería acelerar el colapso, aunque ello produzca un periodo de sufrimiento de meses o quizás años”.
En el incremento de los sufrimientos de los venezolanos, el embajador no se equivocó. Porque las duras sanciones contra Pdvsa añadieron dificultades a la economía de un país, dependiente históricamente de sus exportaciones de petróleo, seriamente afectadas por la caída experimentada por el precio del mismo en los mercados internacionales, que en el periodo comprendido entre 2015 y 2019 cayó en un 64 %. Y no debido a la buena o la mala gestión del gobierno de Nicolás Maduro o de los administradores de Pdvsa sino por el feroz juego geopolítico protagonizado por Arabia Saudí, Estados Unidos y Rusia, como es bien conocido.
A este daño, el embargo sumó el cierre del mercado norteamericano que había sido hasta la fecha el principal destino de las exportaciones petroleras venezolanas. Así como la prohibición a los proveedores de dicho país de suministrar insumos y repuestos a las refinerías propiedad de Pdvsa, que redujo tan drásticamente su capacidad de refinamiento por lo que que a comienzos de este mismo año el suministro de gasolina y de otros derivados al mercado nacional estuvo al borde del colapso. Que se evitó, gracias que Irán se atrevió a desafiar el embargo de Trump y envió a cinco buques petroleros con gasolina suficiente para abastecer la demanda venezolana por tres meses y con los insumos necesarios para poner en marcha de nuevo a las refinerías.
Trump reaccionó con furia. Primero amenazó a Irán con abordar en altamar y confiscar dichos petroleros, amenaza que no pudo cumplir porque Irán respondió con la amenaza de cerrar el Estrecho de Ormuz, por el que navega la cuarta parte del crudo que consume el planeta. Pero se desquitó con México ordenando al Departamento del Tesoro que bloqueara a tres personas y ocho entidades extranjeras con sede en el país azteca y a dos buques con su bandera por “actividades asociadas con una red que intenta evadir las sanciones de Estados Unidos al sector petrolero de Venezuela”.
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“Entre 2016 y 2019 dejamos de producir a nivel nacional USD 105.000 millones como consecuencia del ataque al bolívar”
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Pero si el ataque a la industria petrolera venezolana ha sido brutal, por decir lo menos, no menos grave y devastador ha sido el ataque contra su moneda: el bolívar. Cedo de nuevo la palabra a un destacado líder político norteamericano, el senador republicano Richard Black, quien confesó en diciembre de 2019: “Hemos desmonetizado su moneda y, a través del sistema bancario internacional, hicimos que la moneda venezolana careciera de valor y luego vamos y decimos: ´Miren lo malo que es este Gobierno, su moneda no vale nada´. Bueno, no fueron ellos, fuimos nosotros quienes hicimos inútil su moneda”.
La economista Pasqualina Curcio, profesora de la Universidad Simón Bolívar de Caracas, comenta: “El ataque al bolívar, principal arma de la guerra económica, no solo induce la hiperinflación y con ella la pérdida del poder adquisitivo de la clase obrera, también contrae la producción nacional. En la medida en que la clase asalariada ve deteriorada su capacidad de compra como consecuencia de la veloz y desproporcionada subida de los precios, esta disminuye las cantidades demandadas de bienes y quien vende disminuye su producción”. Y concluye: “Entre 2016 y 2019 dejamos de producir a nivel nacional USD 105.000 millones como consecuencia del ataque al bolívar”.
