La prohibición de reunirse en templos—católicos o evangélicos—o sitios de congregación del género de creencia que sea, ha producido dos consecuencias, ligadas una de la mano con la otra en Colombia: de un lado la multiplicación de las reuniones pequeñas en casas y, de otro, la disminución progresiva de los recursos para el sostenimiento del personal administrativo y aún de las propias estructuras.
Por supuesto, se que este artículo desencadenará truenos y centellas de quienes no profesan algún grado de fe, pero ligado a sus apreciaciones—que respeto--, están el sinnúmero de personas que quedan desempleadas también en el ámbito confesional.
Esta es una situación que comparten por igual sacerdotes y pastores y, con ellos, quienes tenían algún grado de vinculación laboral. Ese hecho, el no tener ingresos, es bien distinto de la acción coercitiva y sinvergüenza de pedir ofrendas a quienes no tienen ni siquiera para comer. Insisto, es algo diferente, en gracia de discusión.
Generalmente se afirma que las iglesias son una máquina de hacer plata. Pero sería bueno que quien lo dice, al terminar una misa, contara las limosnas que entran en una parroquia y lo que suman esos recursos. Con eso se tienen que sostener los ministros católicos.
“El panorama todavía no está claro y realmente no sabemos qué va a pasar con nosotros”, me dijo un sacerdote amigo. No gana más que un salario mínimo. Del resto se encarga la denominación: me refiero a la alimentación y alojamiento. Él podría ser un desempleado más. Es lo más seguro.
Ahora lo traslado a un escenario diferente: una iglesia pequeña de las decenas que abundan en el Distrito de Aguablanca, en Cali—pero pudiera ser en cualquier otro lugar de clase popular o marginal de Colombia--.
El pastor no anda en una camioneta último modelo, sino en bicicleta o a pie, y por supuesto, no vive en una casa de los sectores privilegiados de la ciudad, sino en una vivienda que renta. No tiene un salario fijo, sino que deriva sus ingresos de lo que entra el domingo o cualquier día de la semana. Pero seamos sinceros: en esa zona del oriente de Cali, el mayor porcentaje de sus habitantes viven del rebusque.
Esos grupos congregacionales—católicos y protestantes—están igualmente inmersos en la crisis. No que estén pidiendo ayudas del gobierno para sobrevivir, pero sí que se abra el debate nacional para que en el mediano plazo y no en un horizonte de un año como ha dicho el Presidente Duque, se reabran los templos así haya restricciones en cuanto a asistencia por cada servicio.
Cerrar por tiempo indefinido los templos, llevará a la quiebra literal a muchas denominaciones, lo que incluye a católicos o evangélicos y lo complejo del asunto es que si sus líderes, salen a vender chontaduro, arepas o cualquier otro producto, lo más probable es que no les vaya bien o que los detengan porque las ventas ambulantes tampoco están permitidas.
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