De niño me gustaba acostarme en las tardes, con el cuerpo dentro de la casa y la cabeza hacia la terraza. Desde ese cómodo lugar observaba a los demás niños correr, jugar, es decir, llevar una vida de niños. Mis padres se preocupaban, a leguas parecía un niño introvertido. Se inventaron estrategias como pagarle a la vecina para que me llevaran a jugar. No obstante, eso fue inútil. Por el contrario, a esa corta edad de los 5 años, cuando se dice que empiezas a adquirir lo que llaman el uso de la razón, me estrené tratando de entender por qué hombres armados sacaban de la casa donde vivíamos, en la madrugada del 9 de enero de 1997, a mi padre; aquel docente de escuela pública y amante de las lecturas y causas sociales.
Los días que siguieron de este hecho que ahora conocemos como la desaparición forzada, un crimen de lesa humanidad, fueron muy difíciles, tuve que quedarme en casas de vecinos, y mientras todos hablaban del tema, yo me ubicaba detrás de las sillas y como ensimismado veía las noticias. No entendía aún por qué mi casa aparecía en ellas y mi madre hacia diligencias durante todo el día. Las noches en el primer mes nunca fueron bajo el mismo techo. Mientras tanto, problema con las relaciones interpersonales siguió creciendo. Repetí el año escolar, también salí corriendo del salón porque al lado estaba un lote vacío, el cual me daba la impresión de ser el lugar por el que vendrían los sujetos demoniacos que se llevaron a mi padre. Los psicólogos lo llaman trauma.
Durante toda la primaria, nunca sobresalí en el colegio, no participaba en clase, recuperaba materias sin ningún remordimiento, como si no me importara lo que los demás pensaran de mí. De hecho, compartía con muy pocas personas, en realidad una o dos. Sin embargo, siempre era el centro de atención. Los profesores solidarios con su compañero desaparecido trataban de que su hijo recibiera un trato especial, por todo lo que estaba pasando. Mis compañeros de aula me guardaban cierta compasión al escuchar la historia que todos los profes repetían cuando escuchaban mi apellido por primera vez. En esa época me empezó a fastidiar el hecho de presentarme, incluso pasó por mi cabeza cambiarme de apellido, esto es lo que ahora entiendo como “el miedo a ser yo”.
Con todo eso, me quedó como opción ser introvertido, servía para mí como una coraza. A pesar de ello, aprendí a leer, uno de los actos más revolucionarios de mi vida. Aún recuerdo y poseo ese regalo póstumo que me hizo mi padre, ese libro que leí estando en primaria. Sí, ese, el atlas del mundo, el de historia extensa de Colombia y la constitución política de Colombia. Afortunadamente, ellos crearon en mí un background de información necesaria para comprender las contradicciones y avatares de la vida que solo yo podía entender. También, me quedó de la primaria una frase de la profe Milena: cuando quieres, puedes.
Mientras el mundo le daba la bienvenida al nuevo milenio, yo cambiaba a una escuela privada. Ahí conocería nueva gente, lo que para mí no era agradable. Durante los tres primeros años de bachillerato seguí siendo aquel chico que solo trataba con dos o tres estudiantes y que siempre se sentaba en los puestos de atrás buscando pasar desapercibido. Prefería perder la materia antes de exponer, en realidad no era miedo al público, era miedo a ser yo mismo. Lo digo porque para esos 2 primeros años del nuevo milenio, mi madre me llevó a un grupo de oración, en el que cada persona cantaba una cantico religioso, y luego recibía una profecía enviada por Dios, en mi turno la mujer me dijo que en el nombre de Dios yo sería un gran PREDICADOR.
No conocía ese término, pero al preguntárselo a mi madre, me ayudó a buscar en el diccionario. Esto significaba: “extender o defender una doctrina o unas ideas, ejemplo: predicar el ecologismo.” Supe que existía una inconsistencia entre el mandato divino y mi manera de ser o ese miedo a ser yo mismo que albergaba mi corazón.
No pasaron 3 años más cuando en mi camino se cruzó una joven que me invitó a ser parte de algo llamado la pastoral juvenil. Asistí a la reunión y por primera vez no sentí el desprecio a presentarme en grupo. Aunque igual ellos no conocían mi historia trágica. Aprendí a compartir con un grupo de amigos, a expresar mi opinión en público aunque pareciera tonta. Me delegaron funciones, ejecuté tareas, participé en la organización de eventos, y hasta llegué a tomar las riendas del grupo como uno de sus líderes. Cada vez fui adquiriendo más el valor y el coraje de dejar el miedo a ser yo mismo. Aprendí que debía afrontar mi realidad y que yo sería un gran predicador. Empecé a tomar la palabra en eventos religiosos de mucha asistencia, en el colegio participaba, dejando descrestados a quienes me conocían como introvertido, ya que incluso me atrevía a tomar el micrófono en pleno acto cívico, seguía siendo un lector asiduo.
Toda esta experiencia me hizo fuerte para afrontar el miedo a ser yo mismo, lo que me funcionó fue hablar, salir, actuar y sobre todo, decir lo que llevaba por dentro. Me empoderé de los asuntos de verdad, búsqueda y justicia sobre lo ocurrido con mi padre. En el 2004, el presidente de la época hizo una mesa de diálogos con los paramilitares, quienes en su momento se habían atribuido el macabro hecho. En ese momento decidí empezar a fortalecer la búsqueda de mi padre, una puerta se habría para tal fin. En el 2006, Salvatore Mancuso, jefe paramilitar, comparecía ante una versión libre mecanismo por el cual se suponía podíamos saber la verdad. Sin embargo, a pesar de que en la diligencia el tipo aceptó su participación en el hecho, evadió la respuesta de la pregunta que lleva ya 20 años, ¿dónde está? Sencillamente respondió sin ruborizarse que él personalmente estuvo en mi casa buscando a mi padre, y a las otras dos personas más. A los que luego llevaron a una finca en la vía de Tierralta, pero que de ahí no sabe más porque se devolvió para Montería, que haría algunas averiguaciones.
Recién empezado el 2008, 5 años después de haber comenzado el proceso con los paramilitares, en el que supuestamente las víctimas recibiriamos verdad, justicia y reparación, aún no teníamos nada. Por tal razón, nuevamente nos comunicamos con la Fiscalía para que preguntaran a Mancuso qué había averiguado del paradero de mi padre. Esta comunicación se hizo por medio de una carta enviada a través de una organización de familiares de víctimas del conflicto, a la que pertenecía para la época, estando en 11° grado y siendo menor de edad. Desafortunadamente, la respuesta a esta misiva fue grotesca. Por un lado, el presidente extraditó a los jefes paramilitares por seguir delinquiendo, ante lo cual Mancuso dijo que no colaboraría más y que tenía las manos atadas. Por otro lado, le hacían un atentado de muerte al abogado Mario Montes de Oca, defensor de víctimas y representante de nuestro caso. Parecía que las esperanzas se acabaran.
Mientras tanto, empecé la universidad. Estudié licenciatura en Ciencias Sociales, no solo en honor a mi padre, era para lo que me había preparado toda la vida. Me di a conocer como un gran orador y líder estudiantil, organicé marchas estudiantiles, paros, protestas pacíficas, eventos académicos y culturales. Participé en eventos académicos como ponente en distintas ciudades e incluso viaje a Cuba a llevar los resultados de mi trabajo de grado a un congreso internacional. Me gané una convocatoria para la realización de mi trabajo de grado y obtuve una tesis meritoria.
Por el lado social seguía la insistencia en la búsqueda de mi padre, la verdad y la justicia sobre sus captores. Además de eso pertenecía a una plataforma de DDHH, ya que consideraba que no bastaba con luchar por mi caso particular, si no que nadie más debía pasar por estos suplicios y vicisitudes. Para ese entonces ya era un predicador y estaba “sin miedo a ser yo mismo”
A pesar de todo este calvario que hemos vivido, puedo decir orgullosamente la enseñanza póstuma que me dejo mi padre “la esperanza es lo último que se pierde”. A finales del 2016, un funcionario de la Fiscalía me llamó y me informó que después de haber investigado con los subalternos de Mancuso, en los lugares mencionados por el extraditado jefe paramilitar, habían exhumado dos cuerpos con muchos indicios de ser dos de las tres personas desaparecidas en el 1997. Me solicitaron unas muestras de ADN, y justo antes de cumplir 20 años de aquella sombría noche, nos informaron que los resultados de las pruebas de ADN, los cotejos de la información, llegaban a la conclusión de que los restos de dos hombres encontrados a orillas de un río en la vía del municipio de Volador en la vía a Tierralta, pertenecían a Alvaro Taborda Álvarez y Javier Galarcio Polo. Efectivamente dos de los desaparecidos, faltando aún por esclarecer el paradero del historiador Claudio Perez. (Ver noticia: https://www.elheraldo.co/cordoba/tras-20-anos-de-busqueda-familia-recibe-restos-del-profesor-taborda-desaparecido-por-mancuso)
De ahora en adelante mi vida evidentemente será otra, vencí el terror y a un crimen atroz que le quita el sueño a los familiares de 60.630 desaparecidos en Colombia. Sin embargo, esto no termina aquí. Mi misión será la de reivindicar la memoria histórica de mi papá, un educador y defensor de DD.HH, que dio su vida por estas causas, al igual que los jóvenes que conocí en los libros que él me regalo. Por otro lado, no me cansaré de ayudar para que estos crímenes no ocurran nuevamente. Ahora ,soy docente de Ciencias Sociales y defensor de DD.HH, que enseña su historia y la relación con el contexto, para fortalecer así el sujeto social de derecho y ayudar a construir una paz duradera.