Frente a los hechos de dolor y muerte que han desgarrado a Colombia, hoy por fin nos asomamos a la real posibilidad de terminar con una degradada y prolongada guerra con las Farc que, por lo menos esta generación y la de mi padre, vivimos con intensidad y desde la ventana que aproxima a los campos colombianos.
No olvidemos las guerras sucesivas: de manos de los conquistadores, en su afán por nuevos mercados y riquezas para sufragar las guerras europeas; desde el siglo XVI, se escribieron historias que registran la guerra por el oro, la guerra de las perlas sobre lo que hoy es nuestra Guajira, la guerra de la canela, la guerra por el caucho, la guerra contra los panches, la guerra por las esmeraldas de los muzos, la guerra por el territorio de los tayronas, de los pijaos...; los conflictos sucesivos crearon una larga mancha de injusticias, sobre la primitiva agricultura colombiana, que mataron a miles de seres humanos, sustrajeron riqueza a los pueblos nativos, destruyeron a cientos de familias de indios, de esclavos en las minas, en las planicies y montañas que abonaron nuestros antepasados.
La ruralidad nacional, siempre ha estado en disputa
La ruralidad nacional, siempre ha estado en disputa; su rica geografía ha sido depredada varias veces por el interés de extraer riqueza y dominar a quienes habitan tierras biodiversas y étnicas; sobre el final del siglo XIX la guerra de los Mil Días, bajo el desorden institucional terminó con la pérdida de Panamá; comenzando 1940 tuvimos otro período de violencia y desde 1964 vivimos la guerra que hoy nos ocupa, a la que se le sigue sumando la guerra por el oro, las esmeraldas, la marihuana, la amapola y la coca; una sumatoria de intereses sucesivos y heredados, que han contenido el desarrollo rural.
Desde siempre, la riqueza biodiversa y singular de nuestro país ha estado cercada por las destructivas consecuencias de estas guerras, que han puesto en gran peligro de extinción a nuestros páramos, selvas, cuencas hidrográficas; han puesto en grave riesgo la abundancia con la que Dios dotó a Colombia, para que sus habitantes vivieran larga vida en medio de un paraíso, lleno de abundancia que no hemos sabido distribuir.
Si el gran Perú está surcado por ricas culturas precolombinas adornadas en oro y arqueología, que también se encuentran en México y Guatemala; si en Chile lucen los volcanes, las dunas y los desiertos; si en Ecuador se deleitan con el dulce de sus frutas y se admira la imponencia de los Andes; si en Brasil domina la exuberancia del Amazonas, sus miles de aves y reptiles; si en República Dominicana enamora el azul, del tibio mar Caribe...; sobre Colombia encontramos todo reunido en un pedazo de tierra privilegiada que poco apreciamos.
En el seno de las instituciones se planea el futuro sin los fusiles de las guerrillas; en los corrillos de cafés, calles, hogares, oficinas, renegamos de lo que somos, de la mala suerte, de la historia amarga y conflictiva que nos tocó; estamos convencidos de que el futuro lo salvan los niños de hoy.
Los cambios son para ya, no para mañana
Pero el problema de los colombianos, no es el futuro; es el ahora; son sus instituciones las que se deben transformar para dar respuesta a las justas demandas de los territorios donde han existido las guerras sucesivas; son los líderes que hoy rigen los destinos de las entidades productivas quienes deben generar los cambios; son los funcionarios públicos, los encargados de implementar las políticas derivadas de los acuerdos de La Habana. Los cambios son para ya, no para mañana.
Para cimentar una cultura que nos identifique sobre lo que deseamos de Colombia en los próximos diez años, es preciso que transformemos nuestro carácter individualista e indisciplinado, para lograr trabajar más en equipo; la viveza que nos identifica para alcanzar cualquier meta, sin importar pasar por encima de los demás, debe transformarse en virtudes de solidaridad, no en complicidad silenciosa...; debemos ser más coherentes con el país que soñamos.
La alegría que nos identifica ante el mundo como un país feliz, debe construirse sin la costumbre de ridiculizar al más débil; ser más vivo que el otro, o hacer trampa para alcanzar una meta, no es un valor de los más inteligentes; y los colombianos madrugadores, trabajadores e inteligentes, si pueden sacar el país adelante.
Las guerras sucesivas que han confinado a la exclusión, deben terminar. Colombia debe salir de la sombra histórica que ha dejado millones de víctimas; estamos frente a la mejor oportunidad para abrir un nuevo horizonte, donde se use a plenitud el talento de los colombianos en función de un sueño nacional, de un objetivo común que fortalezca el orgullo y restablezca la ética de los colombianos.