Las guerras de la Paz

Las guerras de la Paz

Ícono Editorial lanzó la reedición actualizada del libro clásico de la periodista y escritora Olga Behar. Gonzalo Sánchez escribió la siguiente reflexión

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mayo 14, 2023
Las guerras de la Paz

Ícono Editorial lanzó recientemente la reedición actualizada del libro clásico de la periodista y escritora colombiana Olga Behar Las Guerras de la Paz, publicado originalmente a finales de 1985. En esta ocasión, son dos tomos, que recorren la historia del conflicto colombiano desde el 9 de abril de 1948 hasta el lanzamiento de la Paz Total, en el primer gobierno de izquierda que preside Gustavo Petro.

El prólogo del primer tomo fue escrito por el primer director del Centro Nacional de Memoria Histórica, Gonzalo Sánchez, quien presentó además el segundo tomo en la pasada Feria Internacional del Libro de Bogotá. Sánchez escribió para Las2orillas la siguiente reflexión.

El Decálogo de la Paz en la Guerra

Cuando se escribió este libro, el título era casi una provocación, Guerras de la Paz. Hoy las cosas son distintas. Su propuesta de indagar la anatomía de las negociaciones, al igual que las dinámicas de la guerra misma, o las tensiones entre guerra y paz, se ha venido imponiendo cada vez con más fuerza.

Fue, quizás, Chucho Bejarano el primero que reclamó en algún momento la necesidad de equilibrar las cargas y  pasar de la Violentología a la Pazología, a las teorías y experiencias de resolución de conflictos.

El llamado ha tenido eco. Asistimos  desde hace algunos años a un auge de los estudios sobre los procesos de paz, más que sobre la guerra misma. Por eso el título de este libro ya no suena provocador. Suena premonitorio.

Entre los múltiples estudios, con perspectiva de larga duración, que dan cuenta del viraje, señalo dos: el muy general sobre las guerras civiles del siglo XIX de Margarita Garrido, Paz en la República, Colombia siglo XIX, y el de Medófilo Medina y Efraín Sánchez, Tiempos de paz, Acuerdos en Colombia 1902-1994 (Alcaldía de Bogotá, 2003).

En todos estos años de guerra prolongada, o de guerras no resueltas, porque no es la misma la que hemos venido tratando de resolver, se ha confirmado la aguda observación de uno de los generales de la Guerra de los Mil Días, Benjamín Herrera,  quien sentenció que las guerras eran como los ríos: cuando llegan al mar, ya no son los mismos del origen, han sumado muchos y muchos afluentes. Por ello, nuestras guerras, en lugar de clarificarse o simplificarse, se van llenando de más y más razones, de más y más protagonistas.

Hoy no estamos negociando solo entre dos polos de la confrontación: el bloque  Estado vs el bloque (diverso) insurgencia, como era el contexto analizado en este libro de Olga Behar, sino entre el Estado y muchos, y diversos actores armados. Incluso, registramos luchas agudas entre esos mismos actores, y no contra el Estado que a menudo es simple observador.

Este libro es pues una invitación a volver al comienzo de las guerrillas y de las negociaciones de la era posviolencia, con la idea de poder discernir qué ha funcionado bien y qué ha funcionado mal. Cada momento tiene su contexto y si no se conocen las trayectorias de los procesos de paz anteriores y de sus  protagonistas, las posibilidades de éxito siempre serán muy limitadas.

Quisiera entonces destacar algunas líneas recurrentes en los testimonios, que son el soporte fundamental del libro, y enunciar también algunos elementos de esa conversación con los tiempos posteriores.

-1. El síndrome de la traición o incumplimiento a los guerrilleros desmovilizados. Recordemos  que  el 8 de marzo de 1990 se consolida un nuevo pacto político, de duradero impacto, el del Estado con el M-19.  Pero, ¿a costa de qué? De muchas vidas guerrilleras, aunque no se nieguen los beneficios de la paz. Es un mensaje casi trágico de quienes optaron firmemente por la paz, la muerte por la vida. La Guerra es costosa para la sociedad, la paz es costosa para los guerrilleros, que vienen cayendo bajo balas homicidas  desde Guadalupe Salcedo, en los años 50;  pasando por Carlos Pizarro en los 90; y llegando a los centenares de excombatientes asesinados tras los Acuerdos de la Habana. Esta constatación, ilustrada con esta pequeña muestra, nos lleva a buscar en las crisis de los procesos de paz, no tanto las responsabilidades de los excombatientes que abandonan sus compromisos de dejación de armas, sino, como lo sugiere Francisco Gutiérrez (Un Nuevo Ciclo de la Guerra en Colombia), en los comportamientos del Estado, que es en últimas el principal garante de la paz. Las quejas de los excombatientes de todos los procesos caminados en este país y de incumplimientos estatales darían para un voluminoso Memorial de Agravios. Y la pregunta obvia de los que vienen, ante esta siniestra tradición es: ¿y qué garantías tendríamos nosotros?

Al país se le está volviendo muy difícil dar una respuesta convincente. Aunque es indiscutible que tanto en los 90 como hoy,  en los 2020, las guerrillas que negociaron mantienen su palabra y su compromiso con los acuerdos. Le apuestan a la vida y al futuro, a pesar de los incumplimientos del Estado y de las agresiones impulsadas por corrientes políticas, que creen, por el contrario, que El Estado, más que incumplir, se doblegó ante unas insurgencias ya derrotadas.

2. El negacionismo sigue haciendo carrera. Pese a la evidencia cotidiana, y a la montaña bibliográfica en un país que se distingue desde fuera por la ‘violentología’, la persistencia del negacionismo, que viene desde muy atrás, tiene mucho que ver con la incapacidad de la sociedad para asumir las consecuencias de lo que hay que transformar para superar la guerra. “Es más fácil negar que resolver, pareciera ser la constante de una cierta pereza histórica con nuestro futuro”, escribí en el prólogo. Pero cabe agregar que  el negacionismo no es sólo de quienes se paran desafiantes a decir aquí no hay guerra, aquí no ha pasado nada; el negacionismo es también de los que se resisten a entender las razones de la guerra, a escuchar la voz de los guerreros, o a asumir las consecuencias políticas, culturales o financieras para ir a las raíces de este interminable conflicto colombiano, y materializar las transformaciones requeridas y sabidas.

3. El sectarismo migró de la Violencia a las nuevas guerrillas, dogmáticas y autoritarias, que guerreaban más entre sí que con las fuerzas estatales , como había sucedido con frecuencia en los años 50 en el sur del Tolima entre grupos guerrilleros liberales, o entre estos, llamados entonces ‘los limpios’, y los Comunes. Hoy se repite la historia en muchas regiones, donde más que enfrentarse al Estado se enfrentan entre sí, con altísimos costos, como siempre, para las comunidades locales.

Este sectarismo tal vez tenga mucho que ver con la matriz religiosa de la política colombiana desde el siglo XIX, en la cual, como lo he señalado, no hay ciudadanos sino adeptos. De hecho, haciéndole eco a la tradición bíblica, hasta la época de la Violencia se hablaba de “luchas o guerras fratricidas”, de guerras entre hermanos enemigos,  vaciadas o desposeídas de contenidos sociales o políticos identificables.

Y como lo ha señalado el historiador canadiense  Michael Ignatief a propósito de las guerras de los Balcanes, las guerras entre próximos suelen ser más bárbaras,  precisamente por la dificultad de encontrar la diferencia. Mientras menos diferencia, más irracionalidad en la confrontación. Recordemos en épocas recientes la guerra a muerte entre las FARC y el EPL en Urabá; y más aún, la muy actual en el Arauca entre el ELN y Disidencias de las FARC.

4. En este libro se impone la palabra sobre las balas. Ciertamente hay episodios de guerra y de audacia que todavía gravitan en la memoria del país, y que el actual presidente evocó, por ejemplo, con la espada de Bolívar, como inicio y como cierre de una época.  Lo que predominan aquí son las voces de todos los intervinientes en la guerra. El libro podría llamarse así: las voces de la guerra. Aquí se escucha y se le da la palabra a guerrilleros, militares y políticos, con sus discursos propios y encontrados frente a la sociedad. Y se narran igualmente los reveses de la guerra para unos y otros (bajas, secuestros, desapariciones, derrotas). No se liman en estas páginas las divergencias; al contrario, se las visibiliza, porque de lo que se trata en últimas es de mostrar lo espinoso que es siempre  pasar de las armas a la política, cuando hay tantas razones para la guerra de lado y lado. Pese a los tropiezos de toda índole y en resonancia con los tiempos actuales, el imperativo de rescatar el valor de la palabra sigue siendo ética y políticamente el mejor derrotero para resolver lo aún no resuelto.

5. Las voces narradas, ponen de bulto las no escuchadas. Se escuchan a lo lago de las más de 600 páginas, las voces de la rebelión, e incluso las de la democracia, pero brillan por su ausencia las voces de las derechas, de las fuerzas de la tradición y de la reacción, de los “contras” de los procesos políticos. O, si se las escucha, (General Matallana, Hugo Escobar Sierra), es para precisar hechos, no para tener sus perspectivas ideológicas sobre el conflicto.

El país, o al menos la academia, ha tardado mucho en estudiar el pensamiento conservador, contrainsurgente, y en reconocerlo como objeto de reflexión y preocupación. Hay mucho sobre las ideas liberales en Colombia, pero poco o casi nada sobre el pensamiento conservador. El historiador norteamericano James Henderson lo hizo primero  con su Modernización en Colombia: Los Años de Laureano Gómez de 1889 a 1965, y luego el  filósofo Rubén Sierra, mi profesor de filosofía en la Nacional, con su compilación La Restauración Conservadora (1946-1957). Ambos, desde distintas orillas comenzaron a remediar ese déficit. Y esta relativa ausencia del pensamiento conservador en la arena universitaria se ha señalado en otro lugar, ha limitado mucho el desarrollo de la izquierda nacional, porque esta ha carecido de adversarios ideológicos de significación. Recuerdo que Eric Hobsbawm, en algunas de sus entrevistas anotaba que la fortaleza, solidez y reconocimiento de la historiografía marxista británica, de la cual él fue uno de los grandes exponentes, se debió en gran medida a que le tocó abrirse camino en medio de una fuerte y también reconocida tradición historiográfica no marxista e incluso antimarxista. Nosotros, por el contrario, hemos tenido, al menos en el ámbito universitario, un monólogo ideológico limitante. En el campo de la izquierda democrática debatimos con nosotros mismos; nos falta completar el cuadro de la diversidad de pensamientos.

6. Este país, es mentalmente conservador, y como lo señalé recientemente en un artículo de prensa, le tiene miedo no solo a la revolución sino a las reformas, no a la sustitución del orden, que sería hasta explicable, sino a la expansión del orden vigente. Esto tiene que ver incluso con ese carácter casi consustancial de las guerrillas colombianas, que no son tan revolucionarias como ellas mismas lo pretenden, y menos como las pintan. Por eso señalé en el Prólogo, de manera un tanto temeraria, que las plataformas de los grupos alzados en armas son esencialmente pliegos sindicales armados. Lo que las hace revolucionarias es la estrechez del régimen político, el déficit democrático de nuestro país. Por ejemplo, los dos grandes temas de las negociaciones en la Habana, la reforma rural integral (aplazada en su consolidación desde los tiempos de López Pumarejo) y la participación política, son el almendrón de la guerra negociada con las FARC. Dos tareas esencialmente reformistas y democráticas, y cuántos muertos le han costado al país.

7. Guerra prolongada, guerra degradada. La duración y transformación de la guerra complica cada vez más su cierre, porque van apareciendo nuevos temas que se suman a los originarios, como lo recordaba el general Benjamín Herrera. Ayer fue el narcotráfico, hoy la minería ilegal, las complejidades fronterizas. La degradación de la guerra misma nos va dejando una guerra cada vez más huérfana de horizontes ideológicos. Este libro nos permite ver claramente los actores en los orígenes, y entender hasta qué punto los protagonistas de hoy se diferencian de aquellos orígenes, más limitados en sus capacidades, pero tal vez más políticos. No por azar uno de los grandes debates en el diseño de la estrategia de la Paz Total es: quién es y quién no es actor político, una discusión que se planteó también hace más de veinte años, según Rafael Pardo (Lecciones del pasado, El Colombiano, abril 9, 2023),  a propósito de los paramilitares. Los de la primera versión de este libro eran aún nacientes actores políticos, netamente diferenciados y reconocidos como tales. Por contraste, a los armados colombianos de hoy, como a cualquier mafia siciliana pareciera no interesarles tanto  transformar el régimen político o la sociedad, sino cada vez más controlar territorios, poblaciones y mercados, otro modo de expresión (descentralizado) de su poder político, o como lo llama, a propósito del ELN,  una investigación que podría extenderse a toda la insurgencia actual, una modalidad de “federalismo insurgente” (Andrés Aponte y Fernán E. González, ¿Por qué es tan difícil negociar con el ELN? Las consecuencias de un federalismo insurgente, 1964-2020, CINEP, Bogotá, 2021). No es que carezcan de voluntad de poder, sino que su voluntad de poder está asociada a cierta “voluntad de desorden”, que les permite sobrevivir.

Contrario a un devenir esperado o soñado de politización de la guerra, nos hemos movido progresivamente a una privatización de la guerra (actores sin horizonte político e ideológico).Y en  una guerra larga y múltiple, los objetivos nobles  terminan pervirtiéndose y fusionándose con los intereses criminales. Más que hacia el deslinde, los actores armados contemporáneos se desplazan hacia la indiferenciación de fronteras con la criminalidad organizada. Y esto se paga políticamente. ¿Qué ganaron las FARC tardando un cuarto de siglo más que el M-19 en entrar a la arena política?, podemos preguntarnos hoy para tomar conciencia de la inutilidad de la guerra.

8. La incapacidad del país para cerrar bien la guerra, pese a su larga experiencia negociadora. Y puesto que son tantas las negociaciones, hay que decir que algo se ha venido repitiendo mal. La guerra se fragmentó desde sus orígenes. Las bandas fueron el nuevo signo de los protagonistas armados. Incluso las insurgencias calcaron mucho de sus modus operandi  de las bandas prepolíticas; y el Estado por su parte también se fragmentó y se paramilitarizó. Esto ha hecho difícil la guerra para todos, para los alzados en armas y para el Estado. Pero también ha hecho difícil la paz para todos. Ni en los unos ni en los otros hay una visión global de sociedad para proyectarse en una comunidad compartida. No hay nación, sino feudos políticos y territoriales.

Hay una territorialización de la guerra que no necesariamente se resuelve con la territorialización de la paz. Territorializar la paz es, desde luego, llevarla a las regiones, aspiración legítima. Pero puede ser que territorializarla signifique también alimentar las fuerzas perversas que desata y retroalimenta la guerra persistente, vía la lucha por los recursos o  por corredores estratégicos. Que no nos pase como con la descentralización de los 90, encomiable aspiración democrática amparada en la CN del 91, que convirtió los poderes locales, sobre todo en la Costa Atlántica, en botín de los grupos armados, especialmente los paramilitares y parapolíticos que se apropiaron de los recursos públicos de las administraciones locales y departamentales.

Se ha avanzado mucho, es cierto, pero pese a acuerdos firmados y a negociaciones en marcha, nos encontramos todavía, como dijo el Informe de Naciones Unidas en el 2003, en “un callejón sin salida”, o como lo pronostica Francisco Gutiérrez, al borde de un tercer ciclo de la guerra. Este parece ser no solo el país de Aureliano, hoy presidente, que ha perdido todas las guerras, sino también el país que ha perdido todas las oportunidades de paz, las Guerras de la Paz. ¿Cómo llamar a un país en el que se pierden todas las guerras y todas las oportunidades de paz? ¿Sería injusto llamarlo un Estado fallido?

9. Cuando se publicó por primera vez este libro (1985), cerraba con el Holocausto del Palacio de Justicia, el costoso desacierto político-militar del M-19 que paradójicamente, según Navarro Wolf, le abrió las puertas a la decisión de Carlos Pizarro de buscar la paz. Entonces, el narcotráfico apenas asomaba en el panorama político colombiano. Era percibido como un elemento más de las complejidades del conflicto, pero no estructurante del mismo, como se volvió luego y se prologa hasta hoy, a tal punto de que su no resolución es también la no resolución definitiva de nuestras guerras. Efecto protuberante de sus dinámicas fue lo que hemos llamado la internacionalización negativa del país. En el segundo volumen de esta nueva edición se dan algunas puntadas sobre la irrupción del paramilitarismo como un actor determinante de la guerra, y sobre la alianza creciente entre mafias, política y contrainsurgencia que desde los aparatos de Estado se tradujo, entre otras, en el exterminio de la Unión Patriótica, y que se extendió progresiva y letalmente a  distintas corrientes democratizadoras y figuras de la política y de los movimientos sociales: Luis Carlos Galán, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa; Héctor Abad, Guillermo Cano.  En los hechos y en la percepción pública, la naturaleza de nuestra guerra, en los años descritos, estaba dominada  por guerrillas audaces, más bien pobres, relativamente populares,  pero marginales. El advenimiento de las rentas de las drogas, que permeó transversalmente todo el espectro político, oxigenó al paramilitarismo e hizo más ricas  a las guerrillas, pero menos legítimas a los ojos de la población nacional y de la opinión internacional. Desde entonces, narcotraficantes y guerrilleros eran a la vez, y en medio de mortales tensiones, socios y enemigos. De hecho, con esas zonas grises, a la insurgencia se le volvió una pesadilla desnarcotizar su imagen pública.

Esta larga travesía histórica deja flotando una pregunta fundamental: ¿por qué persisten estos alzamientos armados, a pesar de la recurrente práctica negociadora? Una respuesta simple, tal vez sea obvia: porque el país se ha transformado y la insurgencia también. Todos, incluso amplios sectores  sociales en las regiones convulsas, se han adaptado defensivamente a la guerra, ante la dificultad de terminarla. Con todo, ya hay signos de fatiga generalizada en el país. ¿Obrarán los armados de todos los signos en consecuencia?

10. ¿Fraccionar o totalizar la Paz? Hasta hoy los gobiernos le apostaban sistemáticamente  a las negociaciones parciales, con el que fuera resultando. Lo cual tenía su lógica: No se negocia con quien no quiere negociar. Pero la tendencia histórica resultante fue que las negociaciones parciales se convertían en mecanismos de reproducción de la guerra. Negociaciones parciales eran guerras programadas. Y ese sino de la guerra nos ha acompañado desde las primeras negociaciones hasta hoy, cuando hay un cambio de paradigma negociador, la Paz Total, pero en un contexto de tan heterogéneos actores, que es difícil imaginar una sinfonía de la paz cantada por todos ellos algún día. En todo caso, La Paz Total es de alguna manera heredera de la Constitución del 91, fruto de otra ambiciosa guerra por la paz que quedó inconclusa.

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