En el libro reciente de Ariel Ávila, El mapa criminal en Colombia (2022), se registra cómo organizaciones criminales (El Clan del Golfo) en vastas zonas de la periferia, o en eso que se estila en llamar como la Colombia profunda, han venido configurando un orden social y político que tiene como pilar la violencia, la coacción y el chantaje para someter a territorios y poblaciones. En ese propósito ocupan también un lugar importante en conseguirlo, lo que Ávila denomina grupos armados pos-FARC, GAPF, al igual que el ELN.
Plantea el autor un mapa de criminalidad que se encuentra focalizado justamente en las regiones o lugares en los que hoy se concentra básicamente el tráfico de drogas, la minería ilegal y la violencia que se deriva de ellas. En las fronteras de Colombia y Venezuela, el Catatumbo es una de esas zonas de mayor complejidad criminal. Pero también la región pacífica, entre Nariño y el Cauca (en el Norte y su Costa) especialmente, así como en el Chocó y el Bajo Cauca en Antioquia. Mención aparte merece el Guaviare en la Amazonía.
El periodo del que se ocupa el libro es el posconflicto, un periodo que el autor reitera como un escenario de transición, escenario que Ávila señala que tiene una fase de estabilización y otra de consolidación, las cuales conllevan la conquista de victorias tempranas o planes de choque, para proveer los servicios de seguridad y justicia con los que se busca mejorar los indicadores de seguridad, traducidos en descenso en delitos como homicidios, masacres, o extorsiones, muy frecuentes en la sociedad colombiana. Recuerda el autor que la estabilización, el periodo del que se ocupa el libro citado, tiene una temporalidad de tres años luego de la firma de acuerdos que ponen fin a conflictos armados.
Se señala en la investigación adelantada que, en principio, de 2016 a 2018, hubo una disminución de los indicadores de violencia (p.26), pero desde esa última fecha, coincidiendo con el inicio del gobierno de Duque, se comenzó a deteriorar la seguridad en los territorios que antes ocupaba las Farc, hecho que reafirma o cuestiona la actuación de esa presidencia en tanto estuvo antecedida de aquella frase que proponía que ni trizas ni risas de los Acuerdos Gobierno-Farc, pero que a la postre se convirtió en un camino que puso a marchitar o aparcar muchas de las acciones que eran necesarias para la implementación de los Acuerdos.
El caso es que al amparo del gobierno de Duque en los territorios antes ocupados por las Farc y enseguida por los llamados GAPF y otros actores armados, los que controlaba el ELN y también los grupos criminales como el Clan del Golfo, o los Rastrojos, se inició una nueva ola de violencia que resulta cualitativamente más compleja y quizá más mortífera en la perspectiva. De hecho, en el análisis de datos minuciosos y fotografiados de la geografía que concentra el posconflicto, Ávila concluye que la “nueva ola de violencia ya pasó su periodo de inicio y la transición terminará pronto, es decir, se encuentra en su proceso de consolidación. La salida no será milagrosa” (p.108).
Un elemento que resalta el estudio que desarrolla el libro en cuestión, es que la violencia en el posconflicto también ha estado estimulada por varios factores que no es despreciable pasar por alto: el boom de las economías ilegales, la ausencia de estrategia de control territorial del Estado y su deficiente inteligencia militar, la presencia de años preelectorales que rodearon la estabilización del posconflicto y la expansión de las estructuras ilegales. No obstante, se destaca sobre todo el boom de las economías ilegales, en las que se resalta el incremento en los precios del gramo de oro y el de la pasta de base de coca, así como el incremento inusitado de la trata de personas, en especial por la afluencia de la migración venezolana a Colombia.
Sin entrar en detalle, el libro registra cómo la acción criminal y violenta en el mapa de la criminalidad colombiana actual se ha desplazado hacía algunas zonas o municipios que solo existen para los colombianos en tanto son noticia reciente de los niveles de violencia, o de siembra de coca que registran en la actualidad, como es el caso de Puerto Santander y Tibú en Norte de Santander, o de otros que en el pasado reciente apenas si contaban en la economía de la Coca, como San Pablo, en Bolívar, o varios municipios de Putumayo, de Antioquia o del Cauca que hoy también se han visto envueltos a mayor escala en el cultivo de la citada hoja.
Cobra especial significado también cómo la violencia criminal en el posconflicto se ha ensañado contra el medio ambiente, lo cual en la investigación publicada se registra con el ejemplo de lo que acontece con los bosques, parques naturales o territorios indígenas del departamento del Guaviare. En el ejemplo en mención se muestra cómo los actores armados han ido corriendo la llamada frontera agrícola, con graves perjuicios para la conservación de bosques y en especial de zonas protegidas como el parque de Chiribiquete o de la Lindosa.
La nueva ola de violencia, más allá de la geografía que nos presenta Ávila en su estudio sobre zonas de Norte de Santander, el Cauca y Nariño, Putumayo o Antioquia, el Chocó y Bolivar, también dibuja un paisaje de destrucción de nuestras riquezas hídricas. En la violencia de los años 80 y siguientes del siglo pasado la violencia de los grupos armados se concentró en alimentar de muertos nuestro principal río histórico, el Magdalena. En la violencia del posconflicto y en años anteriores, pareciera que el protagonismo lo tienen el río Cauca, alrededor de él y del mar Pacifico, se concentra buena parte de la violencia de los actores armados criminales del presente, al lado del Catatumbo, o de otros menores, pero de importancia para las zonas que los circundan. Es como si los ríos de Colombia, en vez de fuentes de vida, los actores armados los hubieran tomado como fuente de muerte y destrucción, no solo para enterrar muertos y hacer de ellos cementerios acuáticos, sino para envenenarlos con minerales tóxicos que les conceden el brillo del oro y las riquezas que albergan.
El nuevo mapa criminal de la violencia no solo registra el rostro de muerte en vidas humanas, también se traduce en una nueva ola de muerte para nuestra naturaleza, esa que solemos mostrar con orgullo ante el mundo, pero de la que no advertimos aún, la tragedia colosal que significa para la vida y el bienestar de los colombianos.
Hoy como ayer, importantes zonas del territorio colombiano se ven expuestas a teatro de operaciones despiadadas de bandidos, delincuentes e insurgentes para los que la legalidad resulta siempre un vestido demasiado rígido o pequeño para su talento trágico. Un paisaje de violencia e inseguridad que torna hoy más urgente sacar las armas como medio de acción política y de ordenación de la vida social. Un escenario, por eso mismo, para transitar nuevos caminos de diálogo, acuerdos y paz que pongan fin a la violencia política y la acción criminal que socava la construcción de Estado local y convivencia social.