El candidato aventajado en las encuestas promete no subir los impuestos. El altivo gobernante dice tener un título universitario que no tiene. El cura enamorado de sí mismo afirma haber sido llamado a exorcizar el palacio presidencial. La actriz otoñal promociona tratamientos de rejuvenecimiento instantáneo. El médico fraudulento sostiene que las vacunas causan autismo en los niños. Los amigos ingratos ante el encuentro casual prometen tomarse un café la próxima semana. Todos mienten. Todos mienten y todos aceptan que todos mienten. Una sociedad en la que la mentira es una institución está llamada al fracaso. Nada se ve cuando la búsqueda de la verdad deja de iluminar.
Aunque no somos los únicos primates con la capacidad de mentir (otros simios alertan falsamente a sus pares de un peligro inexistente para quedarse con la comida del grupo) somos la única especie en el planeta que ha edificado instituciones y sistemas enteros (políticos, económicos, históricos) alrededor de las mentiras. A pesar de contar con ciertos periodos y ciertos personajes -de cierta relevancia- que han reconocido la importancia del constante examen de lo verdadero y sus fronteras con lo falso, basta echar una mirada al pasado para detectar la hegemonía de las mentiras en el devenir y trasegar del hombre. Basta mirar nuestro presente para confirmarlo y concebir el futuro para pronosticarlo.
El daño causado por una mentira depende de la expectativa que tiene el otro -o los otros- de obtener la verdad. A mayor expectativa, más dañina la mentira. Si el otro no espera la verdad (sabe y acepta el engaño) podría afirmarse que la mentira nos es indiferente; tal y como sucede cuando pagamos la entrada a una película de vampiros o entramos a una librería para comprar la última aventura de un niño mago y sus amigos. Adicionalmente, el daño causado también depende de la posición que ese otro tenga en nuestras vidas: madre, sacerdote, novia o político. En suma, todos aquellos de quienes aspiramos más sinceridad y honestidad en su proceder son quienes más nos pueden afectar con su falta a la verdad.
Todos aquellos de quienes aspiramos más sinceridad y honestidad en su proceder
son quienes más nos pueden afectar con su falta a la verdad
Así lo considera el filósofo y neurocientífico de Sam Harris, en su breve pero contundente texto “Lying”, en el que analiza con suficiencia la dimensión moral de las mentiras. Para el autor, el ejercicio de la verdad es una simple estrategia de cooperación social entre los humanos. Decir la verdad implica otorgar al otro la certeza de nuestro proceder futuro y de esa forma le permite tomar decisiones al respecto. Quien miente priva al otro de esa libertad, pues le restringe sus consideraciones sobre el mundo a una versión amañada y limitada por el engaño. Además, al ser descubierto en la mentira -un riesgo siempre presente- se siembra en el otro suspicacia y desconfianza que afectarán su forma de actuar en otras ocasiones y ante otros interlocutores; y así la vida social empieza a deformarse.
Por esto además, concluye Harris, faltar a la verdad nos perjudica personalmente: una mentira requiere un esfuerzo adicional de nuestra parte para su elaboración y nos obliga a una vigilancia a futuro para no ser descubierto. La verdad -en cambio- se riega y protege a sí misma.
Por si fuera poco, afirma, la mentira tiene un componente tóxico y contagioso. Se ha demostrado que incluso cuando una mentira es confrontada y puesta en evidencia, muchos siguen creyendo en lo que sugería o afirmaba. Cuando la verdad se hace trizas, es improbable recoger cada uno de sus pedazos. Quien miente -posiblemente- no sabe que su mentira alcanzará distancias y conciencias que ni siquiera pudo anticipar. El daño causado es más grande del que se calculó originalmente. No hay mentira buena. Incluso las denominadas “mentiras piadosas” son altamente dañinas y revelan nuestra ineptitud -y pereza- en buscar la mejor forma de comunicar la verdad; son un atajo que omite la realidad que el otro se merece.
Las reflexiones del filósofo me hacen pensar en nuestro país y en la exuberancia de medidas cotidianas y soluciones ineficientes ante la voraz desconfianza que nos aqueja (contratos, controles, cámaras de seguridad, requisas) y hallo una respuesta más para aproximarme a nuestra realidad: al aceptar las mentiras -propias y ajenas- entorpecemos el saludable desarrollo colectivo de la sociedad y le hacemos zancadilla al progreso moral de los ciudadanos. Un buen comienzo sería empezar, desde la situación más común y corriente, a respetar los derechos del otro a obtener la verdad de nosotros y de paso protegernos de una conducta que en el tiempo, a todos nos será mucho más costosa y perjudicial. No solamente toda mentira es dañina, también con un poco de voluntad, es prescindible.
@CamiloFidel