Las grandes enseñanzas del COVID-19

Las grandes enseñanzas del COVID-19

Entre las muchas lecciones que deja la pandemia está la necesidad de que el Estado retome su papel de ente director de la política pública

Por: Luis Bernardo Díaz (Observatorio Orlando Fals Borda - UPTC)
abril 20, 2020
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Las grandes enseñanzas del COVID-19
Foto: Leonel Cordero

El confinamiento del mundo ha traído importantes enseñanzas. Si bien pandemias del pasado, como la viruela, la peste negra o la gripe española, generaron un mayor número de muertos, un elemento en el siglo XXI hace que juegue un papel esencial en la contención viral: la información. El permanente monitoreo de la Universidad John Hopkins, las noticias inmediatas sobre el número de muertos, contagiados y recuperados, casi en tiempo real, demuestra que hoy en día el ataque puede ser controlado. China abrió Wuhan, donde nació el coronavirus. Tres meses de medidas draconianas. Y hoy cero muertos. Claro que los subregistros son preocupantes, así como los casos asintomáticos.

Otra gran enseñanza es que el derecho a la asistencia sanitaria se volvió de la noche a la mañana prioritaria. El neoliberalismo imperante lo había privatizado y por ello Estados Unidos —que no lo considera derecho fundamental— hoy tiene el mayor número de contagios, con el desgaste para la administración Trump que lo pone en dificultad para reelegirse en noviembre. Por ello ordena el despliegue militar frente a costas venezolanas. Las reacciones tardías costarán réditos políticos.

A otros, como en Colombia, les viene una cortina de humo estupenda para tapar los escándalos de la narcopolítica que denunciaron la compra de votos para ganar la presidencia, así como las denuncias contra su vicepresidenta cuyo esposo fue socio de un “narco-fantasma”. También está el escándalo del embajador en Uruguay en cuya finca se producían toneladas de cocaína, delito denunciado por la DEA, no por la Fiscalía. Lo peor ha sido la continuidad de los asesinatos de líderes sociales y excombatientes de las Farc, así como los sobreprecios de los contratos para comprar mercados hacia los más pobres en época de crisis, así como las “cédulas fantasmas” de personas inexistentes para reclamar subsidios del gobierno denunciado por organismos de control, lo cual es imperdonable. La plutocracia regala limosnas a los desvalidos, que compensan por otro lado. El ministro de Salud les niega a los médicos el seguro de vida y sus dotaciones son modestas, como son precarias sus contrataciones (a algunos no les pagan hace meses), verbigracia usar bolsas de basura como chalecos para prevenir el contagio. Tampoco tienen barbijos adecuados, ni escudo facial. Ya murieron varios médicos. Se abandona a internos en alto riesgo de contraer el virus y la respuesta a la protesta en las cárceles arroja 23 muertos (masacre) sin ninguna renuncia.

Bolsonaro, que incendió la Amazonia, reacciona tardíamente, no cree en la ciencia (como Trump), y los mandatarios seccionales y locales se le rebelan, como en Colombia y Brasil, legitimándose en las bases. Piñera tiene grave crisis de legitimidad —perderá la constituyente— y tampoco reaccionó a tiempo, como tampoco lo hizo AMLO, ni mucho menos Ortega. Bien Bukele. Bien la ayuda solidaria de médicos cubanos, rusos y chinos en distintos países como en Italia, golpeada duramente por el patógeno.

Duque cerró muy tarde los aeropuertos, principal foco de entrada del virus, porque su hermana tiene un alto cargo en Avianca. Hoy es insostenible el costo del alcohol, guantes, el gel, mascarillas, ventiladores y algunos alimentos básicos, fruto de la especulación no controlada por los Estados (a pesar de las prohibiciones legales y de su falta de provisión y acaparamiento). Respecto al conflicto armado en Colombia, hay que parar la guerra para controlar la enfermedad, como dijo el Dr. Kenneth Burbano. Esta es una guerra de todos contra un enemigo invisible a los ojos humanos.

El biopoder nuevamente entra a jugar como un factor geopolítico de gran valor, superior al arma nuclear. Desde 1925 hay Protocolos en Derecho Internacional que prohíben la fabricación de virus, bacterias o patógenos como arma de guerra, proscritos en el DIH, pese a que en varios conflictos se han usado, como recientemente en Siria. Recordamos el gas sarín, el gas mostaza, etc. Sin embargo, resultaría altamente preocupante que el COVID-19 haya sido creado en laboratorio para fines de alterar la economía internacional, generando una eugenesia que afectaría a los propios nacionales de quienes lo crean. En esta operación se sabría cuando nace, pero no cuando termina. De allí la necesidad de insistir en los protocolos éticos que deben imperar en la ciencia cuando se asume este tipo de investigaciones biotecnológicas, que pueden afectar a la humanidad o a la biosfera, como el fracking, los pesticidas, el glifosato o los transgénicos. También está el tema de las fake news, que llegan a producir muertos como los centenares de fallecidos y ciegos en Irán que creyeron que tomando alcohol industrial se curarían el patógeno.

El derecho al agua potable, a la alimentación adecuada, a la vivienda digna y a la dignidad humana nos obligan a pensar que los derechos humanos son indivisibles, inalienables e interdependientes, también que estos surgen como derechos que deben ser cubiertos de manera prioritaria, en especial para los más vulnerables. Surge la imperativa necesidad de redistribuir con equidad la riqueza y el ingreso (Piketty). En Colombia —ver Gañán— han muerto más de un millón cuatrocientas mil personas como consecuencia de la Ley 100 de 1993, más muertos que los dejados por el conflicto armado en 50 años de guerra interna. Hay una obligación del Estado en el sentido de respetar, garantizar y prevenir las violaciones a los DD. HH.

El Estado debe retomar su papel de ente director de la política pública —como lo hizo en la crisis del 2008 y en las pandemias anteriores— y urge rediseñar la prioridad presupuestal para quitársela a la guerra y dársela a la vida. Aquí deberá mirarse la propiedad intelectual (patentes), las políticas tributarias, los hospitales con su equipamiento y el apoyo al personal sanitario en condiciones óptimas (incluyendo su estipendio). Los Planes de Desarrollo deberán reenfocarse con estos criterios. Debe haber un principio de debida diligencia. Deberá tenerse cuidado con el uso alarmista e incorrecto de la información (las pruebas validadas científicamente son las PCR, por lo cual creo que hay subregistro). También deberá tenerse mucho cuidado con el uso del estado de excepción, como el toque de queda, cierre de fronteras y el recorte de derechos civiles y políticos, pues no está dado el afectar el núcleo duro de los derechos, por ejemplo, no es dable autorizar la tortura. Es cuestionable lo que dijo Duterte en Filipinas o enviar los tanques militares peruanos a la frontera con Ecuador para frenar el virus. El derecho internacional de los DD. HH, prohíbe retrocesos democráticos que nos lleven a la autocracia, como cerrar las cámaras y no admitir la deliberación pública, o despedir a periodistas críticos de los medios. Deberá abrirse paso el derecho a internet como derecho humano esencial. La renta mínima básica no da espera, pues el desempleo será alarmante.

Es cierto que vivimos una situación de incertidumbre, no vista hace un siglo. Pero de las crisis pueden surgir oportunidades. No soy tan optimista como Zizek que señala el fin del capitalismo. Tampoco creo que nos encerraremos en algoritmos como Harari o Chul Han lo predicen. Habrá que retornar al cambio de modelo para generar uno más humano e integrador, más fraterno o solidario. Debería proponerse algo parecido a un Plan Marshall postpandemia para los más afectados —prohibir la aporofobia— y existen instrumentos internacionales que todos los Estados deberían acoger, como el Acuerdo de París contra el calentamiento global (nos hemos dado cuenta de cómo vuelve a limpiarse la naturaleza), o los Objetivos de Desarrollo Sostenible, la Convención Americana de DD. HH., el Pacto Internacional DESCA, el Protocolo de San Salvador o la Tasa Tobin para gravar las grandes transacciones especulativas del mercado internacional.

Las reparaciones deberán ser transformadoras. Hay esperanza mientras hay vida. Tendremos que revisar nuestras relaciones personales, las cuales necesariamente se distanciarán. El derecho al cuidado tomará mayor valor, así como su ética. La interdependencia de los DDHH nos llevará a pensar en la vida digna. La vacuna milagrosa puede tardar entre 12 y 18 meses y ya las compañías farmacéuticas —otro monopolio de los mercados— se pelean su patente (pruebas ensayo-error). Tendremos la necesidad de cimentar una mayor resiliencia (ya de hecho lo hacemos en casa con la familia). La violencia de género se ha aumentado escandalosamente, lo cual es una vergüenza. No podemos abandonar a los migrantes excluidos, que son los más olvidados, así como a los trabajadores del sector informal o a los autónomos (como los que ejercen profesiones liberales). La Comisión Interamericana de DD. HH, y las organizaciones internacionales competentes deben revisar el control de convencionalidad en las decisiones de protección al derecho a la salud. Los mercados internacionales deberían condonar parcialmente la deuda externa de los países en vías de desarrollo y dar un plazo de gracia de varios años para el remanente, sin intereses.

La guerra contra un microscópico sujeto, que no es un ser vivo sino una proteína peligrosa, ha llevado al mundo a unirse y replantear la vorágine del sistema neoliberal depredador. Los informes diarios parecen un reporte de guerra. Mil doscientos millones de autos no circulan por las carreteras y ha disminuido la contaminación atmosférica, el Himalaya respira, los seres humanos también, los nevados se cubren, la capa de ozono se ha recuperado, así como los canales de Venecia, se avistan delfines en Cartagena y los animales salen a las calles de las grandes ciudades, donde antes estaban amenazados por el depredador ser humano. Todo esto nos señala la trascendencia de avanzar por el camino del humanismo —que responde al iluminismo— y de la deconstrucción de la violencia política, económica y social como eje de las relaciones en el mundo.

El COVID-19 no solo ataca a los mayores, sino también a los niños y jóvenes. El COVID no solo ataca a los ricos “que pudieron viajar”, sino a los pobres que carecen de la atención sanitaria adecuada (vimos escenas de horror en Guayaquil con la gente muriendo en las calles y la incineración de cadáveres en la vía pública). El COVID ataca a jefes de gobierno y altos cargos (como Boris Johnson primer ministro en Gran Bretaña, la Ministra de igualdad de España —esposa de Pablo Iglesias—, el príncipe Carlos, las esposas de Trudeau y Macron, etc.). No hay fronteras (cerca de 200 Estados, incluyendo Vaticano, Leichtenstein, Luxemburgo, Mónaco, Andorra y San Marino, los más pequeños, algunos paraísos fiscales que deberían ser cuestionados). La posición de flexibilidad sueca, no convence.

Finalmente, otra enseñanza que nos deja el COVID-19 es que debemos aplicar desde los Estados la teoría de los bienes comunes (Ostrom, Mattei), que surgen de las necesidades humanas, en la lógica de un desarrollo sostenible y sustentable, no ecocida-suicida, para que los derechos humanos se defiendan y protejan en todo momento y lugar en forma indivisible y no solo por la pandemia actual. Solo así se dirá que el ser humano será racional; de lo contrario, quedará un duro interrogante sobre la racionalidad humana, como se confirmó en 1918 cuando una grave infección respiratoria que nació en Kansas acabó con 50 millones de personas, ocultada por los actores de la I Guerra Mundial y la llamaron gripe española porque de allí nació la información. Sin embargo, no aprendió la humanidad en ese entonces. Esperemos que esa lección, como la de las grandes crisis de 1929 y 2008, en esta oportunidad sí sea aprendida y se supere la codicia y el egocentrismo. Amanecerá y veremos… De lo contrario, tendremos que repetir con el poeta León de Greiff: “Juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida”.

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