En los tiempos de la Comisión de la Verdad asistí a algunas sesiones en las que se buscaba que oficiales retirados del Ejército y exguerrilleros de las FARC, sin prevenciones, hiciéramos alternadamente el relato de nuestras experiencias durante el conflicto. Ignoro si finalmente aquello hizo parte del informe de la Comisión, aunque recuerdo sí que por temas relacionados con la pandemia no concluimos la tarea.
El padre de Roux y otras de las comisionadas estuvieron presentes durante los más que sinceros intercambios. En la más rica de las sesiones fuimos invitados a hacer un recuento de nuestras vidas, cómo habíamos llegado al conflicto y cómo lo habíamos vivido. Los militares retirados se refirieron al tema de las torturas en los años 70 y 80, y cómo aquello había sido una práctica normal aprendida en sus cursos.
Algunos habían ido a Panamá, a hacer escuela con instructores del Ejército de los Estados Unidos, que les enseñaban los métodos de investigación e interrogatorio. Luego volvían a Colombia a replicar lo aprendido. A nadie le parecía inmoral o escandaloso. La lucha contra la subversión comunista era su más sagrado deber, y la práctica de la tortura un recurso legítimo. Nadie se ocupaba de los derechos humanos.
Nunca hubo desplantes hacia los otros, nos escuchábamos con respeto, en procura de comprender las razones por las que sucedieron cosas tan terribles. Quizás porque el tema de la tortura era más viejo, de cincuenta o cuarenta años atrás, hubo más disposición para hablar de él. En cambio, poco se dijo del tema de las relaciones del paramilitarismo con las fuerzas armadas, más reciente y candente.
Solo algún decoroso oficial habló de su enfrentamiento con sus superiores por esa razón, asunto que le costó su carrera militar y su prestigio. Hasta de loco terminó acusado. También hablamos los exguerrilleros, refiriéndonos a la vergonzosa práctica del secuestro, solamente explicable en el contexto de un cruento enfrentamiento de carácter asimétrico, lo cual no nos exoneraba de las responsabilidades.
En algún momento hice el relato de mi vida, del ambiente en que crecí, de mi familia y estudios, de mis primeros pasos en la militancia de izquierda, de la arremetida contra la UP y de mi ingreso a las Farc. De cómo estuve 30 años en filas, todo el tiempo en la montaña, pasando por la Sierra Nevada de Santa Marta, el Perijá, el Magdalena Medio, la Mesa del Caguán, el bloque Oriental, el Catatumbo y La Habana.
Expresé que creía haber conocido muy bien a las Farc. Paseé por decenas de guerrillas, compañías, columnas, frentes, bloques, fui cercano al Secretariado Nacional en ciertos momentos. Conocí a Manuel Marulanda, Jacobo Arenas, Alfonso Cano, Raúl Reyes, Timoleón Jiménez, Efraín Guzmán, al Mono Jojoy, a Iván Márquez. Con todos ellos traté en diferentes situaciones. Por eso aseguré algo de manera categórica.
No sé en cuáles Farc estuve, pero tengo claro que no fueron las de los grandes medios de comunicación, ni las que describían los presidentes o los generales. No milité en las FARC sobre las que académicos de cierto renombre escribieron seudo tratados. Ni en las FARC de la Fiscalía o los jueces. Menos en las FARC sobre las que propagandearon los grupos paramilitares y los estamentos económico sociales que los apoyaron.
Milité en una organización marcadamente campesina e indígena, si bien contaba con relevantes cuadros ideológicos y políticos de enorme cultura. Los guerrilleros provenían del entorno, sus familias y comunidades los reconocían y respaldaban. Como una enorme cantidad de gente en los pueblos y ciudades. Una fuerza que tenía entre sus principios más elevados el respeto a las personas y los bienes de la población civil.
Una organización en la que la camaradería y la solidaridad hacían de su vida interna una sociedad humana ejemplar
Una organización en la que la camaradería y la solidaridad hacían de su vida interna una sociedad humana ejemplar. Había problemas, es cierto, pero se trataban de acuerdo con unos estatutos, reglamentos y normas internas de comando inspirados en el más alto espíritu revolucionario. Algunos, es cierto, llegaron a superarnos, ninguna entidad es perfecta, pero, sin duda, las FARC del orden establecido fueron radicalmente distintas a las reales.
Incluso a las que investiga la JEP, creída de toda la basura emanada de la inteligencia militar y el odio vengativo, sin cumplir el mínimo esfuerzo de depuración. La más vulgar acusación de cualquiera concluye fácilmente en una imputación. Ejemplo de todo lo anterior, lo que hace Caracol con la senadora Sandra Ramírez, quien fuera compañera sentimental y de lucha de Manuel Marulanda durante 25 años.
No hay evidencias de que realmente hayan sido combatientes esas personas que, como estimulaba Herwin Hoyos prometiendo recompensas económicas, aparecen un día señalando de las más viles conductas a los nuestros. Incapaces como fueron de derrotarnos militarmente, insisten en aplastarnos en el campo de la ética. Justo cuando el Establecimiento se derrumba por el peso de la podredumbre que abriga.
Drl mismo autor: Se esfuma el prestigio de los pretendidos amos