Ahora que los guerrilleros se niegan a sí mismo como tales y las armas reposan, nos damos cuenta que ellos no son, ni eran el principal problema del país como nos los hicieron creer los ocho años del gobierno uribista. Ese atontamiento mediático ocurría mientras se robaban al país los de cuello blanco y los narcoterratenientes hacían su agosto con las tierras baratas del desplazamiento forzado. Nos acostumbraron a ver a los rebeldes alzados en armas como unos monstruos responsables de todos los problemas del país.
Mientras se daban las grandes marchas en contra de las FARC, dos delfines que llegaron adolescentes al Palacio de Nariño en 2002 se volvieron multimillonarios. Ahora que se agotó el discurso del odio a las FARC, que tanto redituó políticamente a ese sector, todos los círculos de opinión señalan a la corrupción como el gran mal del país. Ese partido político tiene tantos miembros encarcelados que podrían hacer una convención en prisión con teleconferencias internacionales incluidas. Presos no precisamente por persecución política como suelen decir.
Mediante matrices mediáticas preconcebidas hubo una invasión persistente al subconsciente de los colombianos hasta practicarse el terrorismo psicológico del miedo a las FARC, que durante años desnudó en las mentes un temor patológico que exigía protección. Y que llegó, precisamente, a justificar en algunos los famosos falsos positivos y las masacres a la población civil por la simple sospecha de simpatía o ayuda a esa organización. El guerrerismo en el poder sembró pánico, odio e insensibilidad en la mente de los colombianos.
A tal punto que no nos asombró una fosa común con 2.000 cadáveres, dando muestra de una esquizofrenia social. A esto se sumaba un doble discurso oficial, unas veces de fogoso lenguaje cuando se refería a unos actores del conflicto, pero discreto con las atrocidades de los otros. Un niño de doce meses degollado con el argumento que cuando creciera podría armarse y ser del bando contrario, no nos sorprendía. Colombia recuerda el recibimiento como héroes que les hizo el congreso a esos malévolos.
La violencia se metió en el alma de colombiano; el país se ubicó entre los 15 más violentos del mundo, pero el 92% de los asesinatos no provenía del conflicto armado. Eran y son civiles matándose entre sí. Es la violencia cotidiana en una escalada de odio e intolerancia que aumentó exponencialmente. Una discusión por una carrera de taxi o lucir una camiseta deportiva puede terminar en asesinato; o un grupo de vecinos linchan a un delincuente en cualquier sitio de la geografía nacional.
A pesar que en las encuestas el clamor nacional ha sido la solución de los problemas que genera el desempleo, la pobreza, la corrupción y la crisis de la salud, las mismas indagaciones favorecían a quienes ofrecían el lenguaje de exterminio de la insurgencia terrorista. El discurso promesero y encantador del 2002 con casi los mismos términos en 2006 y 2010, se extinguió. Las heridas abiertas durante esos periodos presidenciales sangran profusamente. Los siniestros actores de este ruidoso tiempo continúan con todo el poder económico y político en todas las instancias del estado.
En medio de este escenario los colombianos más pensantes, en una opinión en aumento, quieren sepultar ese pasado. En contraste, hay candidatos presidenciales que desean revivirlo deliberadamente. En otras palabras, el irreversible desplome de ese engendro ideológico es precisamente lo que reclaman como propio y auténtico y de lo que tratan de agarrarse. ¡Unámonos al sueño de una Colombia nueva; al sueño de un país donde sea más importante la educación que la guerra!