Al reconocimiento de que el modelo neoliberal que se le entregó al mundo como solución definitiva a sus males económicos había fracasado le siguió la reflexión sensata de que, dado que su crisis era un hecho y que los pueblos latinoamericanos afectados estaban indignados por sus lamentables consecuencias, era preciso hacer una política que incluyera un nuevo Estado de bienestar o de mayor equidad con aquellos.
Sin embargo, la claridad del planteamiento anterior, que tenía como fuente principal a Chile —considerada la joya de la corona del sistema libertario de economía y también lugar de la reacción popular ante su inequidad creciente contra la población—, no ha sido corroborada por el resto de la clase dirigente de Colombia; que con el tiempo tiende a considerar que no ha pasado nada, que no hay crisis y menos neoliberal, y que lo que sucedió fue simplemente una claudicación de Sebastián Piñera a su deber de cuidar —según la constitución pinochetista— a sangre y fuego el dogma del mercado, cuando los ánimos se caldean no porque la gente no la esté pasando de lo más rico sino simplemente porque así lo decidió el pervertido comunismo desde el Foro de Sao Paulo de 1990.
Confusión que se torna mayor cuando el presidente Duque, en uno más de sus acostumbrados discursos sobre esta vida y la otra, nos anuncia, en lo que pareció de manera oficial, que la solución no es el neoliberalismo que fracasó porque dejó todo en manos del mercado y la frialdad de la técnica, añadiendo de inmediato a tan magno alumbramiento intelectual que tampoco lo era el modelo estatista de socialismo, rememorando quizás el emproblemado desbarajuste venezolano o modelos autoritarios —que nadie considera aceptables por sus enojosos costos humanos— como el soviético y el chino, pero que han hecho de sus países atrasados potencias mundiales.
Una extraña ilustración al vacío de lo que significan las políticas neutrales o de centro —ni neoliberales ni socialistas—, por lo que tampoco ayudaba traer a cuento por qué países claramente socialistas como Noruega, Suecia o Dinamarca eran modelos de desarrollo en el mundo, ni cómo la socialdemocracia había permitido los estados de bienestar en Europa, cuya destrucción, por la inequidad que generó el capitalismo salvaje, ha puesto en problemas a la misma democracia.
Centro que tampoco resultaría fiable para resolver los problemas de subdesarrollo y pobreza de nuestro país, porque ubicuos intelectuales nuestros estiman que no hemos salido de aquellos, precisamente porque no aplicamos el modelo de capitalismo libertario como lo estimaban los sabios economistas, pues el populismo propio de nuestra cultura manejado por los torpes políticos lo echó a pique, impidiendo que fuéramos en estos momentos por lo menos émulos de Dinamarca. Socorrida interpretación que contradice el caso patético de la sufrida nación austral que despertó el cotarro adormecido de nuestros dirigentes.
Políticas de todo género que además de indefinibles son perfectamente inaplicables porque la supuesta política de bienestar necesita básicamente tener y aumentar la riqueza nacional, y, en especial, que aquella se distribuya entre todos los que la ayudan a crear diariamente. Riqueza nacional de la que carecemos en la proporción que se necesita y menos existe la posibilidad de aumentarla y darle valor agregado de manera autónoma, pues, aunque contamos con recursos magníficos para alcanzarla, nos faltó reconocerlos a tiempo, por lo que nos olvidamos de su investigación y la formulación de tecnologías propias que hubieran favorecido el verdadero desarrollo de nuestros pueblos. En lugar de haber aceptado como bobos el falso rumbo industrialista que nos obligaron a tomar, que apenas ha dejado un capital escaso —insuficiente para grandes epopeyas económicas— en manos de unos pocos y la malversación y destrucción de recursos naturales invaluables.
Y no existen como nuestros pues todas las políticas de desarrollo que se han utilizado han sido únicamente para que las fortunas que se consiguen con nuestros recursos, se trasladen y acumulen en los grandes centros de poder que las inventan y patrocinan, mientras a los subdesarrollados solo nos deja la degradación de nuestro patrimonio ecológico estratégico y deudas crecientes e intereses traumáticos con sus centros financieros, que imposibilitan cada día que corre cualquier desarrollo independiente.
En tales circunstancias ninguna de las soluciones o, mejor, desilusiones económicas tiene cabida dentro de la dura realidad que se nos ha impuesto como sí la tienen los reclamos justos de los pueblos que las sufren. Ni las de derecha como la neoliberal, porque además de encontrarse en crisis nos deja, como está comprobado, en la calle; ni las de izquierda por la carencia de ideas singulares para atraer, por razones trascendentales de supervivencia humana y económica, el capital de donde se encuentra en exceso, y mucho menos las brumosas de centro, como las del gobierno colombiano, que se declaran tales mientras se reservan el paquetaco de reformas economicistas, ya fracasadas en otros lugares, para alentar las rentas de sus sectores privilegiados, que a su vez sostienen que en Colombia aquellas no se han aplicado.