La controversia suscitada por la instalación de la placa conmemorativa donde se recordaba a los hombres que murieron intentando invadir Cartagena, no puede ser más oportuna en un país donde, por doquier, se instalan monumentos a la maldad. Lejos de ser una polémica vacía, sirve para la reflexión en un país acostumbrado a hacerle homenaje a la barbarie. ¿Por cuántos años más seguiremos aprendiendo la historia que nos enseñan los ganadores? ¿Por cuánto tiempo más tendremos que seguir viendo a Colón como el gran civilizador?
Extraño el alboroto que armó Gustavo Petro por el asunto de la placa, ya que, sin importar que esa no fuera su jurisdicción, se fue lanza en ristre contra el alcalde de Cartagena, por su falta de tacto al momento de aprobar y además participar de la instalación de la placa. Extraño sobre todo porque Petro es alcalde de Bogotá, y en esta ciudad también abundan los monumentos a la vergüenza.
Dice la revista Semana que Petro “se sublevó” contra la decisión de la alcaldía de Cartagena, y que en gesto de rebeldía propuso instalar una placa en honor de Benkos Bohío, cimarrón que había luchado por la justicia y la libertad en los tiempos de la esclavitud.
¿Por qué no se subleva Petro contra sus antecesores, quienes han permitido levantar en Bogotá distintos y terribles monumentos? Será que no ha visto el horrible busto de Laureano Gómez, en cuyos ojos aún se leen la maldad y la barbarie de aquel hombre que con su discurso habría inspirado a cuanto pájaro y chulavita a practicarle las más horrendas torturas a sus paisanos de origen liberal. Será que no ha visto Petro el vergonzante monumento al Estado de Israel, ubicado en la carrera 11, en uno de los sectores más exclusivos de la capital, mientras cientos y cientos de niños palestinos son arrestados, desplazados y asesinados por ese mismo Estado. No ha pasado Petro por la carrera séptima donde se ve todavía el maltrecho monumento a Américo Vespucio, hombre que con un catalejo habría gestado la más terrible matanza que había conocido la humanidad.
La lista es larga, tanto que podría hacer uno en Bogotá el tour del odio, o algo parecido. Mientras tanto, los monumentos solo producen pena.
Dice Alfredo Iriarte en uno de sus fabulosos libros, que los habitantes de Santafé habrían recibido a Pablo Morillo, el pacificador, con una algarabía propia del recibimiento de un virrey, de un rey, del mesías mismo. Así también nosotros recibimos a príncipes y princesas, con tapete rojo y disparos al aire, con placas y estatuas, con eventos sociales y culturales para su divertimento, muy a costa (¿o a causa?) de nuestra propia cultura, de nuestra propia visión de país, de mundo, si es que algún día tuvimos tal visión, que permítaseme dudarlo.
Dejemos ahí la placa de Cartagena, dejemos la macabra escultura de Laureano, dejemos la estatuilla del Estado de Israel, dejemos al pintorreteado y ultrajado Vespucio, pues esos monumentos hacen más honor al cinismo y la ignorancia de quienes quisieron instalarlos, que a sus mismos protagonistas, de quienes finalmente casi nadie sabe nada. Pero aprendamos a estudiar la historia desde un sentido más crítico, más nuestro, sin tanto arribismo y sin tanta estatua, que lo que hace falta son buenos colegios y buenos maestros, que enseñen la historia de Benkos Bohío para que los niños sepan quién es semejante negro cuando lo vean rompiendo sus cadenas en alguna calle o plaza de la ciudad.