Las estatuas decapitadas
Opinión

Las estatuas decapitadas

Una de las marcas del siglo XXI es la desaparición de lo intocable

Por:
junio 14, 2020
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Todas las mañanas veía la misma estatua. Supongo que ella nunca pudo verme desde su elevada altura. Por supuesto, sabía quién era. Desde la mÁs básica primaria me enseñaron que el hombre -ahora conjurado en bronce- había sido el fundador de mi ciudad natal. Don Gonzalo Jiménez de Quesada se destacaba en esa legión de héroes españoles que conquistaron a la -supuestamente- ingenua y salvaje América Latina. Tantas veces vi la estatua, que dejé de verla. Años después, y de una noche para otra, el pedestal que sostenía al andaluz empezó a convertirse en el lugar favorito para grafitis alusivos a causas sociales y escudos de equipos de fútbol. Por años también presencié las arduas -e inútiles- labores de expertos conservacionistas, que a un costo muy alto -los químicos para limpiar estatuas son sumamente peligrosos- eliminaban periódicamente las inscripciones de tinta y pintura; que más tardaban en borrarse que en volver a aparecer. La batalla simbólica se zanjó, cuando la Universidad del Rosario decidió rodear de un poblado jardín a la estatua para evitar que el objeto patrimonial fuese “afectado”. Y funcionó.

No existen estatuas inofensivas. Y mucho menos cuando retratan a los otrora líderes de gestas políticas, sociales o económicas; que como bien se sabe por estos días, envejecen muy mal. El caso de Jiménez de Quesada, no es la excepción. La escultura contiene al menos dos símbolos controversiales -visto a la luz de los nuevos tiempos-: una espada que, a su vez, insinúa en su mango una cruz. La religión y la fuerza (además de las enfermedades y las trampas) fueron los bastiones sobre los que se construyó el poderoso imperio español en este hemisferio. Símbolos que por siglos conformaron lo que se consideraba una cultura hegemónica y aceptada: la hispanidad. Sin embargo, fue gracias a los grafitis que pude enterarme de que de una forma u otra- esa versión de la historia oficial encarnaba una posible confrontación. El irrespeto del símbolo lo hizo reubicarse en una nueva discusión. La estatua, que se había vuelto invisible, al ser atacada regresó a la vida.

Este renacimiento se exacerbó también por el hecho de que la estatua estaba ubicada en el espacio público. Pleno centro de Bogotá. Escenario natural de las tensiones emocionales de todos y cada uno: en el que se ve representado un diálogo -muchas veces inconsciente- entre transeúntes. Habitar el espacio público -de por sí- es una forma de expresión. También es este, el lugar escogido por los voceros de la historia para reafirmar los relatos y versiones presumibles; a partir de imposiciones visuales que incluyen a la arquitectura, los monumentos y las estatuas. Dichos objetos por siglos fueron considerados como materia intocable, como si por “contactarlos” se causara la potencial desaparición de una memoria meritoria de ser preservada. Ahora sabemos que esto no es cierto. Humberto Eco, en su Historia de la Belleza, afirma que fueron los griegos quienes concibieron ciertas formas artísticas desde su naturaleza contemplativa; esto es, de la relación distante entre el observador y el objeto artístico. Un ejemplo justo de la denominada belleza apolínea. Prohibido tocar.

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Me temo que la guillotina por la que se está pasando a muchos personajes de bronce y piedra, implica la renuncia a una oportunidad de diálogo

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Posiblemente, una de las marcas del siglo XXI es la desaparición de lo intocable. Lo demuestran infinidad de circunstancias, pero sobre todo las cruzadas -valga la ironía- de miles de ciudadanos, que en distintos rincones del mundo, están dando de baja a estatuas de personajes tan siniestros como Leopoldo, el emperador belga responsable de millones de muertos en el Congo, o tan suertudas como Colón, que por una burla del destino terminó descubriendo un continente. Aunque lejos me encuentro de fungir de defensor de estatuas, me temo que la guillotina por la que se está pasando a muchos personajes de bronce y piedra, implica la renuncia a una oportunidad de diálogo. Derrumbar una estatua no es desproporcionado, es contraproducente. Silenciar una conversación que aún no ha finalizado, puede constituir un daño cultural y de memoria gravísimo para la sociedad. Bien lo sabían los emperadores romanos cuando arrasaban las evidencias y contribuciones de sus enemigos políticos -incluyendo sus estatuas- en aras de borrarlos para siempre de la historia. Tan bien lo hicieron que aún no sabemos lo mucho que perdimos.

Coincido con todos aquellos que dicen que muchas de las estatuas celebran canallas y canalladas innombrables; y que algo se debe hacer al respecto. No obstante, eso no significa que su presencia en la historia sea un desperdicio. Es decir, es preferible intervenir (¿al menos trasladar?) esa versión de la historia, y provocar conclusiones, criticas y condenas presentes que simplemente erradicarla y aniquilarla como si no hubiera pasado. Aunque para los más conservadores esto sería atropellar la tradición, sobran ejemplos de acciones artísticas que han transformado temporalmente monumentos y estatuas; y de esta forma han habilitado parte del debate público sobre la materia principal: el progreso de las ideas del hombre. Este es el caso del recién fallecido artista Christo, quien junto a su infaltable compañera Jeanne Claude, cubrieron, por catorce días, con un manto azul grisáceo de cien mil metros cuadrados el célebre -y patrimonial- edificio del Reichstag: el símbolo contundente de la democracia alemana. También lo hicieron los artistas urbanos. JR, digno heredero del grafiti, quien cubrió la icónica pirámide del Museo del Louvre con fotografías; y Olek, la artista polaca, quien tejió con hilos de colores la contumaz estatua del toro de Wall Street en Manhattan. ¿El resultado? El mundo entero regresó a hablar sobre los monumentos o estatuas; el símbolo renació para convertirse en algo diferente, mejor y sujeto al repertorio ético de la contemporaneidad.

(En todo caso, me resulta curioso ver cómo ciertas soluciones planteadas por las autoridades para proteger las estatuas parecieran acciones artísticas encubiertas, como es el caso del cubo hecho de láminas de metal que recubre ahora a Churchill en Londres)

De cualquier forma, la solución, o al menos una de ellas, está en frente de nuestros ojos: la intervención artística temporal de las estatuas que merecen un segundo juicio de la historia: como lo serían los conquistadores, los esclavistas y los criminales, todos héroes venidos a menos. Para aquellos románticos que temen destruir el patrimonio con un brochazo o un tejido, vale la pena recordar que como lo citó en un trino el profesor Juan Esteban Constaín: los grafitis en monumentos se remontan al antiguo Egipto, la filosófica Grecia y la combativa Roma. En otras palabras, sería darle una solución patrimonial e histórica a un debate patrimonial e histórico. El arte pondrá todo en su lugar.

De paso, un programa de esta naturaleza, convertido en convocatoria pública, sería una bellísima y adecuada oportunidad para que el medio del arte urbano (del que hago parte) salga a devorar las entrañas de bronce y piedra de la historia y con eso consagren el nacimiento de las nuevas ideas. Eso que sucede cada vez que lo aberrante se somete a la esperanza de la creación.

Quizás solo era cuestión de quitarle el “don” a Gonzalo Jiménez de Quesada.

@CamiloFidel

 

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