Las sociedades son lo que sus elites políticas, económicas y culturales hacen de ellas. Las élites, los poderosos, deciden los destinos de las sociedades, aunque en ocasiones se sirvan y necesiten de los sectores populares para cimentar su poder, particularmente cada vez que deben renovar su poder político mediante certámenes electorales.
Aunque el término elite puede tomarse en diversos sentidos, aquí lo tomo en el sentido de los sectores que tienen prevalencia dentro de la sociedad. Entonces son elites la clase política, el gran empresariado, la gran prensa y las jerarquías religiosas. Lo que Gaitán una vez llamó la oligarquía.
Las elites ocupan la dirección de la sociedad a través del control del aparato estatal; de esa manera fijan el rumbo de la sociedad. Si las sociedades son llevadas al progreso o al desastre, la principal responsabilidad recae en las elites.
Fueron las elites las que decidieron y dirigieron el proceso de independencia frente al colonialismo español; fueron esas mismas elites quienes definieron la forma de relacionar a la nueva república con las nuevas potencias capitalistas, principalmente Inglaterra y los estados Unidos.
La grandeza o mezquindad de las elites se mide por la capacidad de estas para hacer coincidir, aunque sea en parte, sus intereses con los de amplios sectores de la sociedad. Así, la elite estadounidense logró construir una sociedad desarrollada que llegó a ser la primera potencia económica e industrial del mundo. Más recientemente, las elites asiáticas en países como Corea del Sur, Taiwán y Singapur lograron llevar a sus países desde niveles de subdesarrollo, comparables a los de Colombia, hasta altos niveles de desarrollo capitalista, con el correspondiente aumento del ingreso, el consumo, la educación y el nivel de vida de sus conciudadanos.
Se trata de élites que lograron proyectar a sus sociedades como entidades desarrolladas. La elite norteamericana se propuso conectar el país mediante el ferrocarril y la navegación de vapor en los ríos; estableció universidades formidables y fabricas que proporcionaron empleos y bienes de consumo e industriales.
Las elites de los países asiáticos en un momento determinado se propusieron integrar a sus naciones en el capitalismo mundial. Para ello adelantaron reformas agrarias que incorporaban la tierra a la producción capitalista; establecieron sistemas educativos que capacitaron a su población para participar de la producción moderna y generar investigación que desarrolle tecnología de punta. De esa manera estos países llegaron a ser productores mundiales de artículos de alta tecnología y de vehículos y maquinaria pesada.
Tristemente para Colombia, su elite es una que alcanzó el más alto grado de incapacidad para proponerse y desarrollar grandes proyectos que cubran a la sociedad en general. Son incapaces hasta para soñar. Hoy Colombia sigue el modelo que dejaron los españoles desde hace cinco siglos: explotar recursos mineros, y cultivos de pan coger en el campo. Nuestra elite se conforma con adueñarse de comisiones que exige a quienes explotan esos recursos naturales, y con el usufructo de las rentas del estado, captadas mediante altos salarios a funcionarios, sobornos y la captura de la contratación estatal. Entre tanto, transfiere la financiación del estado a los pobres y a la clase media, vías mayores impuestos.
Esta elite es incapaz de adelantar un proyecto de desarrollo general de la sociedad porque, bajo las condiciones actuales, le ha ido muy bien, aunque al país le haya ido muy mal. Teme que educar a la población implique su emancipación política y el cuestionamiento del poder; ve el desarrollo de capas empresariales capitalistas como amenaza a sus monopolios y oligopolios; considera que invertir en salud para la población es innecesario; y considera que una reforma agraria que entregue tierras a los campesinos y potencie la producción agraria es comunismo que socavaría su poder basado en la propiedad de grandes extensiones de tierra.
Pero la elite colombiana no solo es inepta, corrupta y saqueadora. También es responsable de la existencia de la violencia como herramienta de lucha política. Desde tiempos de Bolívar acudió al atentado personal y al sicariato para adueñarse del poder y eliminar a sus adversarios. No solo atentaron contra la vida del libertador; también asesinaron a su heredero político, el mariscal Antoni José de Sucre, en junio de 1830. Después sumieron al país en la violencia entre liberales y conservadores; arrastraron a amplios sectores de la población colombiana a participar de la pelea por el poder que monopolizaban las distintas elites. De esta violencia liberal conservadora, surgieron las guerrillas comunistas que hasta hoy hacen parte de nuestra vida política. Cuando parecía posible una salida a la violencia como instrumento de lucha política, el sector más retardatario de la elite política, la extrema derecha, optó por sabotear el proceso de paz y condenar al país a continuar en la guerra. Saben que ahí tienen negocios, la guerra es rentable para algunos.
La elite colombiana se parece más a la francesa de 1789 que a la norteamericana o a las asiáticas del siglo XX. Y al igual que la francesa, no ha caído en cuenta de que cuando se le pasa la mano, llega el momento en que los pueblos se sacuden del lastre en que esas elites llegan a convertirse.
Lo anterior ratifica que el principal responsable de la tragedia que vive Colombia es su clase política, históricamente negligente y criminal. Es responsable por su incapacidad para sacar adelante un proyecto de desarrollo, y porque aspectos como la criminalidad y la violencia han sido impulsados activamente por dichas elites. De eso es de lo que Colombia puede librarse en el 2022.
Apostilla. Nada más oportunista, populista y demagógico que altos funcionarios del gobierno ayudando a cargar cajas en un avión que lleva provisiones o ayuda a una zona de desastre. Nadie cree que esos funcionarios, poco dados al trabajo, resulten haciendo esfuerzo físico por sus compatriotas. Todos sabemos que es para la foto, y que de inmediato regresan a su vida de sibaritas.