Afirmar que las elecciones son un espectáculo popular para disfrutar dentro de la inmensa masa de oferta de entretenimiento global es lo indicado. Los aficionados al fútbol se proyectan en los equipos, se identifican con sus estrellas, sus triunfos y derrotas, con las adquisiciones y bajas. O, con los amoríos y desvaríos de sus jugadores y luchan a muerte por sus camisetas en las barras bravas. Igual ocurre con la competencia electoral por el poder.
Los electores se identifican con partidos o candidatos con la pasión del fútbol, solo que en este terreno lo llaman polarización. La ciudadanía disfruta y sufre con las campañas, con las encuestas, los chismes y los chistes en los shows organizados como conciertos de estrellas pop. Lloran o celebran la victoria o la derrota final. Al acabar el espectáculo y conocerse el resultado, vuelven a casa con la resaca que dejan las emociones después de un uso intensivo, ya sin adrenalina, a esperar el próximo espectáculo y ver cómo gobiernan los que los llevaron a las urnas.
Los verdaderos ganadores, son los multimillonarios que invirtieron en el ganador. Se preparan para que sus deseos se cumplan con el poder en la mano. El pueblo como protagonista de las elecciones es un cuento, los protagonistas son los ultramillonarios que definen con sus inversiones quien será el dueño del poder. Ellos son los que ganaron el derecho a gobernar para dictar sus leyes, reglamentos, tarifas, impuestos, y todo lo que necesiten para ampliar y fortalecer sus negocios y frenar a los competidores.
SI ganaba Kamala Harris los fondos financieros como Black Rock dirigido por Larry Fink, impulsarían una manera para transitar a la digitalización del dólar, muy diferente a la que impulsan los millonarios de las criptomonedas que apoyaron a Trump. La una deseaba una transición elaborada, cuidadosa, reglamentada y los otros acabar de sopetazo el desgastado dólar impreso. Para los millonarios detrás de los trumpistas, el bitcoin debe ser libre, sin regulaciones, a lo salvaje.
Tanto los unos como los otros, al igual que los dueños de las grandes empresas de tecnología, invirtieron millones y millones para que el espectador (aun llamado elector) votara por su candidato, no por sus programas. Carece de sentido gastar dinero para ilustrar a ciudadanos sobre opciones y programas cuando consideran que la ciudadanía es cada día es más elemental e ignorante. Ponerla a discernir sobre si se debe frenar o permitir la invasión de productos chinos es inútil. Los millonarios que se afectan con el desarrollo asiático necesitan proteger sus negocios. No son temas para discusión democrática. Al pueblo se lo “ilumina” en un show en que los chinos aparecen como responsables de la reducción de sus puestos de trabajo y Trump como el salvador de esta catástrofe. Y llueven votos.
Inclusive los temas que son determinantes para el futuro de la humanidad se reprocesan en el espectáculo electoral invirtiendo su sentido. Para garantizar la continuidad del negocio petrolero, era necesario convertir la amenaza del cambio climático en una idea sin sustento científico, estúpida, impulsada por una minoría delirante de ecologistas globales. Fue una tarea bien lograda por los talentos contratados por las corporaciones fósiles para disipar el miedo al no futuro que se asustan cada vez que el sol brilla demasiado.
No es que desprecien, los ultramillonarios, la necesidad de la transición energética. Sino que el negocio de las energías limpias apenas toma impulso y exige grandes inversiones que ellos consideran que el gobierno debe hacer o subsidiar. También necesitan regulaciones para impedir que competidores extranjeros se tomen este negocio que les corresponde a ellos, creen. Mientras llega la energía limpia, quieren seguir disfrutando de sacar y quemar hasta la última gota de petróleo a su alcance. Para eso se requiere tener el poder.
Y para ganar el poder, se necesita llevar más gente a los espectáculos. Llenar los estadios con emociones es la garantía de llenar las urnas. Es una competencia de recursos. Los ultramillonarios amigos del partido Demócrata invirtieron 100 millones de dólares durante cada una de las 15 semanas que duró la campaña de Kamala Harris. A estos 1500 millones hay que sumar los 650 que los amigos de Joe (Biden) le entregaron antes que cediera la camiseta de líder a su vice.
La cifra de Trump fue algo menor, 1200 millones de dólares, sin contar aportes directos en diversas formas. El más notorio, de 250 millones, fue el de Elon Musk, uno de los grandes ganadores, que monopolizará los contratos para el desarrollo aeroespacial y dando vía libre al desarrollo de la IA sin considerar los daños sociales que pueda generar si se implanta sin regulaciones serias. Actuará como Jefe de la Inquisición contra los herejes que malgastan el dinero público y desaparecerá con su rayo láser todas las entidades que le estorban.
El papel de los ricachones en el espectáculo electoral no es competir por el tamaño de sus egos. Es para inventar la más novedosa forma de atraer electores
El papel de los ricachones en el espectáculo electoral no es competir por el tamaño de sus egos. Ni para que el público vea quien es capaz de desembolsar sumas más astronómicas. Es más bien para inventar la más novedosa forma de atraer electores como las rifas de un millón de dólares de Musk para activar votantes trumpistas. El dinero es para invertir en un espectáculo más entretenido, en aumentar la taquilla, en desprestigiar a la candidata opositora y hacer que sus believers se arrepientan de ir a las urnas por una mujer, negra, de origen extranjero, como no lo son ellos, los puros blancos que erradicaron a los nativos. Sembrar la duda sobre el contrincante para espantar a sus seguidores de las urnas, requiere inversión. Para eso es que los ultramillonarios volvieron como protagonistas de las elecciones.
La inversión garantiza el premio, la mayor taquilla se lleva el poder. El gasto de cada ultramillonario en sus candidatos es el gran negocio de la era digital. Ganar es mucho más que tener acceso al presidente, es tener el control de la regulación, de legislar, de reducir sus impuestos, de establecer subsidio para expandir sus negocios, de usar las herramientas del estado para atajar a sus contendores con aranceles y requisitos insubsanables. Es una competencia que se da en la tras escena. Mientras el hombrecito que se escapó de un reality discursea eludiendo balas, los tecno millonarios redactan listas para sus acciones en el poder.
Esta reconversión disruptiva de la democracia es similar a lo que ocurrió en la edad dorada del desarrollo industrial, cuando los nuevos magnates del petróleo, el acero, o los ferrocarriles, monopolizaron sus sectores para imponer tarifas comprando todo el poder político posible. Es el mismo modelo modernizado. El New York Times dice que “en términos generales, el grupo [de aportantes a la campaña Trump] está presionando para que se regulen menos las industrias como las criptomonedas y la inteligencia artificial, para que la Comisión Federal de Comercio sea más débil y se puedan hacer más transacciones, y para que se privaticen algunos servicios gubernamentales para que el gobierno sea más eficiente. El propio Musk ha llamado a algunos ejecutivos de importantes empresas y les ha preguntado cómo está el gobierno obstaculizando sus negocios y qué puede hacer él para ayudar.” (https://www.nytimes.com/2024/12/06/us/politics/trump-elon-musk-silicon-valley.html)
Quienes sigan creyendo que con su voto se define el destino de un país, o de la humanidad, o siquiera del vecindario, no se han tomado la “pastilla roja”. Mantienen la ilusión que crea la pastilla azul. Lo que está en juego no es una ideología, ni valores o principios. Lo que se decide con el voto es cuales ultramillonarios van a controlar el poder. El ciudadano disfruta el espectáculo.