En pletóricos y coloridos lugares, escuché muchas veces decir que Colombia no es una sino varias. Tal vez se referían a los bellísimos pluralismos de los que somos testigos durante las movilizaciones por el centro, o cuando en la universidad contemplé a personas venir de lugares cuyos nombres no había escuchado jamás, ni encontrado en un mapa de geografía. Pero me sorprendí cuando en esta cuarentena, en donde a todos nos dio el arrebato de reflexionar sobre nuestras vidas con una taza de café al lado de la ventana; concluí que solo existen dos versiones de Colombia, bien definidas y casi que excluyentes. Una de ellas es vista como bonita e imaginaria y la otra como realista pero algo represiva y dañina
En la primera versión de Colombia, la imaginaria; es aquella donde se presentan las fiestas, los carnavales, bailes alegres, gritar goles y enorgullecernos de ser colombianos en el extranjero. En esta versión solo pasan las cosas buenas y a nadie si quiera se le escucha llorar. Aprendemos que la Colombia imaginaria es la que da alegría y al ser el lado amable de la moneda, guarda cosas tan espléndidas como el patriotismo extraño, que se ve por ejemplo en los partidos de fútbol. ¡Patriota es aquel que llora a cántanos cuando la selección hace un gol! Y como un gol es bonito y aloja profunda felicidad, se asocia de inmediato con la Colombia bella que está recubierta de flores pasionales pero que solo existe en un plano mental, o más bien, en uno que se da a ratos y que confirma el dicho de que aquí la felicidad es momentánea.
Por otro lado, la versión realista de Colombia, es una dañina que nos recuerda constantemente que de los golpes se aprende. Nos voltea el mascadero a diario y de vez en cuando nos tira gas lacrimógeno si tenemos hambre. Pero al golpe le llaman disciplina, una que se encarna a flor de piel y que le da suelo a las leyes sin importar que sean un azote directo en la espalda para algunos desdichados. La ley se forma no como un mecanismo de orden y prevención, sino más bien se convierte en un medio de castigo. Todo se piensa en función del golpe y no del apoyo, al parecer; sale mucho más barato multar que enseñar a respetar.
A fin de cuentas, decimos ser colombianos únicamente en los momentos carnavalescos de felicidad y cuando compete ejercer los derechos y deberes constitucionales, nos alejamos despavoridamente porque sabemos que luego de las sonrisas bellas que nos dan en épocas electorales viene el desalojo y el bolillo limpio. El mercadito previo que dio el doctor, se convirtió luego en el cheque de quienes le aseguraron la campaña y que rápidamente está en la obligación de devolver el dinerito invertido a los honorables “contribuyentes”. El resumen de ello es que prometieron traer oro y lo único que dieron fue plomo; pintan la Colombia imaginaria para caer en la trampa de brindarles la confianza y de regalarles un poco de la esperanza que todavía permanece en el corazón.
Como se aprovechan de las ilusiones que ofrece la tierra imaginaria para insultar y robar hasta la fe de los votantes, se destruye la famosa institucionalidad: nadie cree en el estado, todos corren a vivir entre las fiestas y los goles porque la realidad es dura y trágica. Es por culpa de las mentiras que creamos una realidad alterna, una droga hecha para sopesar el dolor. Preferimos vivir en el plano imaginario donde Colombia es bella, y olvidamos el plano real que regalamos tan fácilmente.