Colombia tiene dos países: la Colombia que puede leer Las 2 Orillas, estudiar, tuitear, revisar el facebook, comunicarse y usar tecnología, salir a un parque, al cine, al supermercado, comerse una hamburguesa, cenar en un restaurante; sacar el sustento diario de un cajero automático, la que puede transportarse con alguna facilidad; la que al llegar a casa abre la llave de su baño y encuentra agua, enciende la televisión y mira las noticias del día antes de dormir.
Pero tiene otro país: la Colombia rural, donde los niños no tienen profesores, y si los hay, estos se desplazan a pie por los viacrucis de las trochas, a las que resisten los burros o en el mejor de los casos, el jeep Willys único vehículo invencible en la montaña y al mal estado de las vías terciarias; los centros de salud no tienen medicinas, los hospitales no tienen ambulancias, los médicos no quieren prestar sus servicios en las veredas y corregimientos, los pueblos instalados sobre las orillas de los ríos, no tienen cómo llevar a un herido mordido por una serpiente o cortado por un machete al municipio más cercano, porque no hay ambulancias fluviales.
En ese país, cuando los campesinos se levantan para hacer el café, sacan agua ya hervida del “calambuco” que la mujer o el hijo recogieron de un pozo que solo permanece lleno en invierno; usan letrinas, y cuando van a dormir encienden la lámpara de kerosene o simplemente avivan el carbón para hacer algo de fuego, encender el tabaco y acompañarse mientras se duermen. Ese país no tiene servicios, ni condiciones apropiadas que le permita vivir a sus comunidades con dignidad; y en esa ausencia de servicios de la Colombia rural, es donde se encuentra la gran diferencia con la otra Colombia.
Las dos Colombias, comparten identidades que las definen como un mismo pueblo; las regiones expresan diversidad cultural; cualquier rincón del país tiene cuadros de riqueza por su naturaleza asociada a la cordillera de los Andes, a la selva amazónica, los llanos, valles y sus costas. Sus regiones poseen contenidos de autenticidad, folclor, colores, y expresiones que las unen más, cuando en puentes festivos las familias salen de las ciudades y pasan por el país rural a reencontrarse con los parientes que dejaron cuando de niños salieron hacia la capital, a buscar un mejor futuro.
Al recorrer el país, se nota con holgura que Colombia es más rural de lo que parece; y la promoción del proceso de urbanización como ruta preferida hacia la modernización, ha venido opacando esa realidad. Según el último Informe Nacional de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, el 32% de los colombianos son pobladores rurales, y en el 75% de los municipios, cuya área ocupa la mayoría del territorio nacional, predominan relaciones propias de las sociedades rurales.
Lo que más se escucha en esa Colombia rural, son los gritos que vienen dando sus comunidades ante las enormes brechas y desequilibrios, producto del abandono histórico de los gobiernos. Reclaman por la falta de inclusión a la vida económica y social del otro país; por los efectos perversos de las redes criminales que se instalaron allí, al no contar esas regiones con la suficiente cobertura institucional del Estado; reclaman por mejores oportunidades, y en algunos casos justifican prácticas ilegales, por la falta de apoyos con proyectos productivos o de seguridad alimentaria, que les permitan acceder a economías sostenibles para sus familias.
Ante los reclamos, no es necesario buscar justificaciones o más causas a los problemas que se presentan en territorios como el Catatumbo. Lo que se requiere ahora, es conocer cuando comienza a desarrollarse el plan de acción que transformará esa y otras regiones con similares características y en cuanto tiempo se implementará el plan.
Estos síntomas recurrentes, alertan sobre las dificultades por las que atraviesa la gobernabilidad local en algunas regiones del país, ya que se están poniendo en riesgo las adecuadas relaciones que deben existir entre las comunidades y los gobiernos de los municipios rurales. La gobernabilidad como principio democrático de un territorio, debe permitir que los ciudadanos confíen en sus instituciones, que respeten a la autoridad establecida y que no recurran a métodos violentos o ilegales para influir en las decisiones públicas; pero para lograrlo, se hace necesario que los ciudadanos conserven expectativas razonables desde los términos de eficacia y la respuesta rápida institucional, a las demandas sociales en sus territorios.
Las demandas pueden llegar a desbordar las capacidades del Estado, lo que terminaría en ingobernabilidad; ese riesgo exige que todo el Estado cumpla con las tareas pendientes; que comience por instalar los servicios básicos sobre el país rural, que reduzca los desequilibrios sociales entre ambos países, despeje el camino de la desconfianzas, y de vía libre a una Colombia donde quepan todos, sin tantas diferencias, con mayor justicia y equidad.