'Las distancias': la historia del hijo oculto de Luis Carlos Galán

'Las distancias': la historia del hijo oculto de Luis Carlos Galán

El escritor Sergio Ocampo recrea la vida de Luis Alfonso Galán Corredor, quien creció arreando ganado mientras veía cómo su padre se convertía en el gran líder

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mayo 21, 2023
'Las distancias': la historia del hijo oculto de Luis Carlos Galán

Un muchacho de “buena familia”, estudiante de la Javeriana, con una inquietud precoz por la política, juicioso, aconductado, deja encinta a la empleada del servicio de su casa paterna; ella, una campesina analfabeta, oriunda de Boyacá, laboraba desde hacía años en aquella casa donde la apreciaban y la trataban “como de la familia”; al enterarse de su preñez, la envían a Cali a trabajar donde la hija mayor y a tener su bebé. Este finalmente nace en Bogotá por un hecho fortuito pues la madre va donde una bruja a que le lean el chocolate, y esta le advierte que cuide ese niño pues se lo quieren quitar. Huye a Bogotá, sin decirles a sus patrones, cae donde una hermana en el sur y, llegado el tiempo, toma un bus “Directo Caracas”, se baja en La Hortúa, da a luz, y se devuelve al día siguiente en un transporte de la misma ruta, ahora con su niño en brazos. En los cinco años siguientes, se esconde del mundo, trabaja en casas donde la admitan con un bebé. En algún momento, deja a su hijo con los abuelos, campesinos, analfabetas también, capataces de una finca en El Rosal. Allí crece el chico arreando ganado, madrugando para ordeñar, labrando la tierra, y estudiando en una pequeña y maltrecha escuela sobre una montaña. Su padre, entre tanto, es nombrado Ministro de Educación, luego, embajador en Italia. Más tarde será senador y casi llega a ser presidente. Casi, porque Pablo Escobar lo manda asesinar en plena campaña.

No es una novela, aunque sí lo es. Ocurrió aquí en Bogotá en cada pormenor, en cada detalle, pero nunca se supo; nunca la dejaron contar. El chico hoy está cerca de arribar a los 58 años, su madre a los 83, y el padre cumpliría 80; lleva muerto 34 años desde ese 18 de agosto del 89 cuando cayó en un mitin político en plena plaza de Soacha.

Sí, es la historia de Luis Alfonso Galán Corredor, el hijo oculto de Luis Carlos Galán, el caudillo de los años 80 cuya muerte derivó en la promulgación de una nueva Carta Magna para Colombia, y en la persecución final y extinción de los carteles de Cali y de Medellín. Una historia de silencios, de dolor, de prejuicios sociales, ostensibles y disimulados, de una figura paterna que siempre cumplió en lo económico, que estuvo ahí, pero con la condición del secreto, de la media luz y guardando distancias.

Luis Carlos Galán, como personaje, como figura, me obsesionó desde siempre y la vida me fue llevando hasta él de distintas maneras. Fue mi primer voto cuando estrené cédula de ciudadanía; su campaña de precandidato del liberalismo fue la fuente que me asignaron cuando entré a trabajar en El Tiempo como redactor político, finalizando los años ochenta. Yo estaba programado inclusive para cubrir la manifestación de Soacha la noche del 18 de agosto, viernes, pero a última hora mi jefe me dijo que mejor no fuéramos; la campaña apenas estaba empezando. Su muerte, además del horror como colombiano, me suscitó una inquietud entre metafísica e intelectual, por haber conocido de cerca al personaje trágico por antonomasia, al hombre inerme, inocente, al que la vida le juega una broma cruel pues le entrega, con una generosidad y rapidez casi inverosímil, todo lo que podría soñar un político: ser ministro a los 27 años, embajador a los 29, senador a los 38, en el primer intento además, candidato presidencial a los 41 y, llegado el instante del premio mayor, con los apoyos alineados y firmes para conseguirlo, le notifica a balazos que se terminó su tiempo.

El gran personaje para una novela. Por esas casualidades, en 2012 desde el Mincultura me solicitaron un perfil de él para el libro “Retratos de nuestras gentes”, cuyo editor era Conrado Zuluaga. Decidí hacer ese texto solo con fuentes documentales, cero testimonios; solo aquello que ya estaba escrito y asentado sobre el personaje en los libros, en artículos, estudios e investigaciones. Quería evitar los sesgos y las subjetividades. Y los alegatos. Me encerré en la biblioteca de la Javeriana, donde sigue vigente un culto hacia su figura, y allí me encontré con varias cosas ocultas, cosas de su humanidad, como aquello de una novia suya en la adolescencia que se suicidó, o el secuestro y desvío de un avión a Cuba en el que él iba como pasajero. Lo más sorprendente, de todas maneras, fue ese hijo a los 22 años con la empleada doméstica, algo que casi nadie sabía y que él guardó en el más absoluto secreto por considerar que dinamitaría su carrera política. Lejos de desencantarme, aquello me lo humanizó, y de varias maneras: Galán siempre fue un tipo consuetudinario en lo que se podía entrever de su vida privada: fiel esposo, buen padre, poco tomador de trago, mal bailarín, nada de bohemia. Un cuadro demasiado hermético y perfeccionista de un hombre, y con esa imagen lo mandaron a la posteridad, a los libros de historia, con el traje de mártir y héroe. Ahora, el descubrimiento de un “hijo bastardo” me lo rescataba de sus embalsamadores como un ser humano que también tuvo fibras, pulsiones, ardor.

Pero adicional, me generó hasta una cierta conmiseración imaginar su terror por mantener aquel esqueleto bien adentro del closet. Al menos hasta ser presidente, o quizás expresidente. Qué paradoja casi inverosímil esa de que el hombre que no temía enfrentar a esa bestia sanguinaria llamada Pablo Escobar, se muriera de miedo del qué dirán de las élites bogotanas y las estirpes políticas. Imaginé entonces su esquizofrenia por saber que el gran secreto de su vida dependía de una campesina iletrada, y de un muchacho que no daba pie con bola en un colegio parroquial o en otro, que fue labriego, pastor, mensajero y supernumerario, que intentó ser ciclista, y que a los trancazos logró validar su bachillerato, al cumplir los 28. Cuando esto último se verificó ya Galán llevaba cuatro años sepultado en el Cementerio Central y en la memoria del liberalismo, que se volvió neoliberal. Tampoco lo vio recibir su cartón de abogado de la jornada nocturna en la Universidad Libre, en el 98. Y menos cuando un poco antes consiguió el apellido en un proceso judicial relativamente sencillo, con la ayuda de la viuda, los abuelos paternos, los tíos. Y aquí se hace manifiesta la segunda paradoja asombrosa: lograr el apellido que tanto soñaba fue fácil, pero poder contarlo fue lo imposible. Nadie quería escucharlo, nadie se arriesgaba a dispararle al héroe, al mártir, y los medios le cerraron las puertas.

Ahí estaba el verdadero protagonista de una novela, una novela que no se había escrito en Colombia, la de los clasismos, la de los prejuicios sociales, de las jerarquías y castas, de los esqueletos ocultos en los armarios de los poderosos. Un hombre cuyos familiares por el lado materno eran celadores, empleadas domésticas, choferes, maestros de obra, y por el paterno, embajadores, ministros, senadores.

Lo contacté por las redes, hablamos con un café, me contó su vida en trazos gruesos. Era en verdad un personaje en busca de autor, pero no solo porque quería contar toda su historia, sino porque también estaba en una búsqueda de entender a su autor, o sea a su padre, a quien veneraba pero de quien resentía haber tenido pocos abrazos, pues aunque siempre cumplió en lo económico, casi nunca se aflojó la corbata ni se quitó los zapatos para hablar acerca de novias, de drogas, del sexo, de series de televisión y otras tonterías de las que hablamos los padres con los hijos en el mundo entero; siempre las charlas eran sobre libros, sobre actualidad y política, aquello en lo que no se ponían en juego los sentimientos ni se arriesgaban cercanías ni emotividades.

Así fue exactamente el último viernes de la vida de Luis Carlos Galán, ese 18 de agosto, cuando se reunió con Luis Alfonso hacia el mediodía para entregarle su mensualidad, y le confesó que se sentía solo y decepcionado en ese mundo político, que sabía que lo iban a matar, que lo de Medellín, de la semana anterior era para él (se refería a un intento de atentado que había sido descubierto por la Policía), pero cuando sintió que se estaba poniendo muy emotivo prefirió hablarle de una biografía del general Santander que le iba a regalar.

Me refirió el profundo desgarro del día después de la muerte, cuando se enfrentó a la cola inmensa en el Capitolio para ver el cadáver en capilla ardiente, cómo consiguió entrar y despedirse en silencio frente al ataúd, ver a sus hermanos en vivo por primera vez, no por la Tv, ninguno mayor de edad todavía, y sentir una compasión profunda por ellos en sus trajes de paño, con sus zapatos de cuero, con todas las cámaras enfocándolos. Si él estaba quebrado con la pérdida de un padre esporádico, cómo estarían ellos que lo vieron en pijama todos los días, que armaron árboles de Navidad y pesebres todos los años, que celebraron cumpleaños, éxitos escolares…

En fin. Su historia era tan poderosa, tan polisémica, que le propuse esta novela. Yo como autor, él como personaje. Grabamos alrededor de cincuenta horas de conversación en un ejercicio muy profundo de reconstrucción de la niñez, la adolescencia, la adultez temprana, la madurez. Acepté embarcarme en esa aventura porque lo percibí como un hombre bueno, sin total conciencia de su propia importancia, como alguien sin intenciones de revanchas, ni de ajustes de cuentas con la vida, con su familia o con la historia. Siempre me han seducido los héroes de verdad, los de la cotidianidad, pequeños en sus alcances, anónimos, intrascendentes para el colectivo y las redes sociales, pero gigantes en la épica de sus luchas contra la adversidad de nacer pobres, con deficiencias, de estar solos, de ser abandonados, de ser malqueridos, o ignorados, y aun así seguir en lo suyo, en la pelea de que cada día traiga su afán.

Y decidí reconstruir su historia en una novela y no en una crónica; en un texto literario y no en uno periodístico porque no quise ser simplemente el transmisor de un largo y profundo testimonio humano, ni tener que cruzar fuentes y contrastar declaraciones. Esa es la gloria de la literatura; al fin y al cabo, es un libro sobre su vida, y la vida no es solo como sucedió sino como la recordamos (dicho por Valle Inclán y parafraseado por Gabo), e inclusive como la añoramos y como hubiéramos querido que fuera (parafraseados ambos por mí). Él puso la experiencia vital, las anécdotas, los episodios, y la literatura me ayudó a ponerle los pensamientos, las sensaciones, las evocaciones, los sobresaltos, los calores y fríos, los pruritos y los cosquilleos.

El lanzamiento fue el pasado 30 de abril, con un auditorio abarrotado en Corferias. Con él en primera fila, al lado de su esposa y sus tres hijos, exultante, conmovido y feliz de esta pequeña reparación de la vida. Entonces comprendí que la literatura puede ser más que una apuesta estética que transforma vidas, por instantes, por ratos. En este caso, la literatura ayudó a reivindicar a un hombre condenado a estar en silencio, un hombre oculto por su propio padre.

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